MIS PRIMEROS 25 AÑOS DE SACERDOCIO
Pbro. Alberto Sanguinetti Montero
Introducción
Veinticinco años son bastantes en la vida de un hombre, como para intentar
presentar una mirada de conjunto. Y como mi vida no empieza con esos 25 años,
algo hay que rastrear en otros 11 años de formación sacerdotal… y entonces se
vuelven 36 años entregados a la Iglesia. Pero tampoco empieza allí la vida… y por lo tanto algunas raíces
hay que buscarlas más atrás.
Por cierto que, aunque soy larguero, no
se asusten que no les voy a contar toda mi existencia, porque tendríamos que
pasarnos un largo rato.
Me gusta hablar sin leer, pero en esta
ocasión sería muy engorroso. Y si así quedarán por cierto muchas cosas, sin
papeles sería muy difícil ordenar lo que quiero entregarles esta noche.
Esta mirada podría hacerse desde
diferentes punto de vista .
Podemos mirar la vida, para saciar las
curiosidades de los hombres. Podemos detenernos en las pequeñas anécdotas.
Con frecuencia este tipo de charlas es para mostrar el mejor lado
de uno mismo, para obtener la alabanza, o para justificar las propias acciones.
Aunque supongo que soy algo vanidoso, no es mi intención llevarlos a que me
aclamen.
Yo quiero esta noche compartir con Vds.
una mirada de fe sobre mi experiencia
sacerdotal, una visión de mi vida iluminada por la luz de Jesucristo.
Por eso, desde el principio hasta el final quiero que juntos
nos pongamos bajo el ángulo de comprensión de la luminosa mirada del amor del
Padre, en el misterio que aclara todo: el de la maravillosa elección del amor
de Dios, antes de todos los siglos.
A ello me educó principalmente San
Agustín, con sus famosas Confesiones, que no son los diarios modernos centrados
en el propio ego, sino una confesión continua de la misericordia de Dios de su
gracia. Todo cuanto ha acontecido de bueno es don inmerecido que viene de lo
alto. Todo cuanto ha acontecido de malo es cruz que purifica y une con la
gloria de Cristo. Aún el mismo pecado no se narra para ser comidilla de hombres
vanos o para que nos hermanemos en nuestras bajezas, sino para que brille aún
más la inconmensurable medida de la gracia de Dios.
San Agustín – y otros hermanos en la
Iglesia --- a lo largo de los
acontecimientos de mi existencia, me llevaron al descubrimiento de otros
testimonios de vida vivida en la fe, especialmente de los profetas y santos del
antiguo testamento, de los apóstoles y, singularmente, de San Pablo.
Por eso, salpicaré mi charla con
textos. No para probar lo bueno que fui, ni pretender ponerme a la altura de
los grandes hombres de Dios, sino porque esos pasajes han sido descubiertos,
ahondados a lo largo de mi vida.
1) El don de Dios.
Así
yo veo toda mi vida como un desbordante regalo de Dios. El don de venir a la
existencia, el don de la fe y el bautismo, el don del sacerdocio, y dentro de
ello la lista interminable de las gracias divinas, entre las cuales no es la
menor la de la paciencia del Padre para conmigo, su misericordia y su perdón.
Algo que
siempre fue creciendo en mí es la fe y la conciencia de la prioridad absoluta
de la acción misericordiosa, bondadosa de Dios. Su elección, su fidelidad, su
gracia, su perdón, su amor, su presencia, su voluntad indomable de llamarnos,
atraernos, corregirnos, para que pudiéramos entrar a participar del don de
vivir en El, con El, desde El y para El. Eso que se ha hecho realidad en Cristo
crucificado y resucitado. Eso que nos entrega en la vida de su Iglesia y que
inunda toda la vida. Eso que esperamos en el reino que no tendrá fin, cuando
vuelva Cristo y seamos su cortejo triunfal en la Jerusalén del cielo.
No es
esto, sino el centro del Evangelio, del Reino anunciado y hecho presente por
Jesús. Es el anuncio de la primacía de
la gracia de Dios, que para San Pablo es su evangelio, es la lucha de San
Agustín en defensa del primado de la gracia de Dios y el centro de toda su
espiritualidad.
Esta es la
gracia común de ser cristiano, porque “Dios nos ha salvado y nos ha llamado con
una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y
por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús y que se ha
manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús” (2
Tim. 1,9-10)
Sí, antes
que nada soy un agraciado, un bendito con la gracia de la bondad de Dios, por
su Espíritu. Si siempre lo creí, apoyado en su palabra, hoy puedo decir que lo
vivo intensamente, por la experiencia de
los años.
2) En mi familia
Dentro
de las gracias que Dios me concedió por su misericordia, está el que crecí en una
familia en la que las cosas tenían su sitio. Quizás había demasiadas
cosas que se debían hacer porque había que hacerlas, sin dar mucha explicación. Era una educación más
estructurada. Pero tampoco íbamos a la deriva como con frecuencia se educa hoy:
la exigencia de responder formaba el carácter, la voluntad, hacía salir de uno
mismo.
Especialmente
los valores fundamentales estaban
claros. Y, por encima de todo, la realidad de la fe, Jesucristo, la Iglesia, los sacramentos formaban parte
principalísima de mi mundo familiar. Jesús, María, los cristianos y sacerdotes
eran personas del medio cotidiano. Por eso, en la dedicatoria de mi tesis
doctoral escribí: A mi familia, que con
la vida me dio la fe, a la Santa Iglesia que con la fe me dio la vida.
Así
también tomo las palabras de Pablo en su segunda carta a Timoteo: “Doy gracias
a Dios a quien sirvo con una conciencia limpia, según me enseñaron mis
mayores”, pasando luego a recordarle a su discípulo la fe sincera que tiene que
primero arraigó en su abuela Loida y en su madre Eunice. De forma que más
adelante puede exhortarle: “Tú persevera
en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quienes lo
aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la
sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús” (2 Tim. 3,
14-15).
3) La vocación.
Dentro de
esta fe nace mi vocación. Yo no dije a los 3 años que iba a ser sacerdote.
Pero fui educado en buscar la voluntad de Dios y seguirla y también en que era
posible que llamara a responderle con la entrega de toda la vida.
Una vez me
preguntaron unos matrimonios desde cuándo había sentido la vocación. De verdad
la decidí casi imperceptiblemente a los 16 años. Pero si leo para atrás veo que
la vocación estuvo siempre, porque el centro de mi interés, lo que yo percibía
y vivía como lo más real de toda la existencia era Dios, Jesucristo y sus
cosas, concretamente la Iglesia.
Por eso,
entiendo que el Señor me llamó desde el principio, más aún me creó para esto
que soy. No voy a narrar milagros de mi vida infantil. No hubo en mí signos
especiales, como lo que cuentan de algunos santos que ayunaban del pecho de su
madre los viernes.
Sin
embargo, Dios me iba tomando. Yo era niño, cuando un día compré en la Agencia
Carrasco, de la calle Rostand, unos caramelos que me gustaban mucho. Volviendo
pasé por la puerta de la iglesia y entré a rezar. Allí delante del crucifijo
sentí la necesidad de dárselos a Jesús. Yo sabía muy bien que El no comía
caramelos, que no era algo lógico, pero la llamada era a dejarlos al pie de la
cruz. Y así lo hice. Yo sé muy bien hoy, que El de esta forma mi iba llamando
para sí.
Por eso,
con verdad, con humildad y desconcertado por tanta gracia, habiendo recorrido
una buena parte de mi existencia reconozco con Pablo – salvadas las distancias
- que Dios “me separó desde el seno de mi madre
me llamó por su gracia”, y “tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para
que lo anunciase” (Gal. 1,15-16).
Y también: “por la gracia de Dios,
soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. He trabajado – no
digo como Pablo, más que todos ellos, pero sí he trabajado --- , pero no yo,
sino la gracia de Dios que está conmigo” (1 Cor. 15,10).
4) Algunos rasgos de mi personalidad.
De
lo que me viene de la personalidad sobre la que se edificó mi vida sacerdotal,
quiero compartir con ustedes algunos rasgos.
a)
Siempre tuve un gran sentido de la verdad. Lo que ello significó para
mi búsqueda más específica en la
teología, lo pueden leer en mi libro Amor,
verdad, gratuidad, en el capítulo:
la Teología: amor y pasión, dolor y gozo por Cristo, Sabiduría de Dios (esto no
es un chivo).
Ese sentido de la
verdad, me guió en muchas cosas y también – como todo rasgo de carácter – tiene
sus límites e inconvenientes:
Así, tengo cierta
alergia a dejarme llevar por las modas, sean intelectuales, culturales. Cuando todo el mundo repite algo, no es que
lo descrea, simplemente pongo mi cuota de sospecha. De buscar en qué se funda,
cuánto hay de fundado y cuánto no.
Estando pasada ya
la mitad de la vida, uno ha visto pasar momentos colectivos en que todo parecía
ir por determinada ideología, y en que se presionaba a bailar al son de lo que
parecía una verdad inconcusa … y sin embargo se mostraron limitadas y
pasajeras. Agradezco esta pasión por la verdad más allá de la buena o mala fama
que pueda tener en determinado momento.
Esta actitud me
ayudó mucho en la vida. Para no dejarme conducir por el qué dirán. Para tener
libertad de juicio.
Algo, si no
plenamente, pude así cumplir con la exhortación apostólica: “que se eviten las
discusiones de palabras, que no sirven para nada, si no es para perdición de
los oyentes. Evita las palabrerías profanas, pues los que a ellas se dan,
crecerán cada vez más en la impiedad y su palabra irá cundiendo como gangrena”
(2 Tim.2,14.16). Y así traté de ser “fiel distribuidor de la Palabra de la
verdad” (ibid. 15).
Y, como
sacerdote, me estimuló para darles a los fieles alimento sólido, bien fundado,
no siguiendo el talante del momento. Para que, como dice el Apóstol, “no seamos
niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a
merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error,
antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la
Cabeza, Cristo” (Ef. 4,14-15).
De esta forma no
me he avergonzado del testimonio que debo dar de nuestro Señor (2 Tim.1,8),
aunque por momentos no contara con la aprobación de otros.
Al mismo tiempo,
esta inclinación por la verdad en cuanto o tal, es muchas veces muy dolorosa.
Tiene una cuota grande de soledad; de incomprensión. Muchas veces he sufrido
por no seguir al ritmo de lo que se estila, pero también me ha dado grandes
satisfacciones el ayudar a fundar la vida de otros en la verdad.
También – como
todo lo humano – el hábito de buscar en cada lugar la verdad, en qué se funda,
a veces a uno lo hace excesivamente puntilloso. Hay que agregar la deformación
profesional de ser profesor, de haberme doctorado, que enseña el rigor de la
afirmación, la medida de las razones que se tienen, el hábito por sopesar la
prueba de lo que se dice.
Reconozco que muchas veces no dejo pasar una.
Incluso exageradamente puedo corregir al otro que ni advierte lo que yo advertí
en lo que decía.
b) Junto con este
sentido de la verdad, desde chico tuve un gran sentido de la justicia.
Yo no tengo demasiados recuerdos de infancia. Aunque ahora a veces de golpe me
acuerdo de una escena o situación que había quedado olvidada: signo de que me
estoy poniendo viejo.
Pero me quedo
grabado patente, que siendo un niño – no sé de qué edad, calculo que alrededor
de 8 años – viniendo a un corso de niños de los que se hacían en la calle Rostand (entonces había carnaval en
Carrasco), vi a un niño chico de unos 4 años que tenía en la mano un globo de
gas. De pronto un hombre grande – no sé qué era grande para mí entonces – le
agarró la cuerda del globo y se lo soltó. Todavía tengo dentro de mí la rabia
por la injusticia, el abuso del grande, junto
con la impotencia de no poder alcanzar el globo ni obligar al grande a devolverle el
globo al niño.
Sí, salto frente
a la injusticia.
Esto me hace a
veces reaccionar rápidamente frente a lo injusto y, otras, el querer explicar
hacer razonar cuando la acusación es injusta. También me hace cuidarme de no
ser injusto con los otros.
c) Otra característica de
mi personalidad es que cuando veo algo que hay que hacer paso rápidamente a la
acción. Lo que hay que hacer se hace.
Era yo un
niño de unos 7 años y con Vicky Pons organizamos una especie de kermesse en el
fondo del jardín para juntar plata para los pobres.
Con la
misma intrepidez cuando fue incendiada
la parroquia de santa Rita, me puse manos a la obra, casi sin tener en cuenta
la inmensidad de la obra.
Cuando fui
a Santa Rita, el obispo me había encomendado construir la casa para el
sacerdote, porque se necesitaba. Había incluso 2 proyectos que no me
convencían. Después de estudiarlo con mi mente de arquitecto, a mí me parecía
inarreglable en base a las construcciones que había. Por eso me limité a
mejorar, hacer pintar.
Pero después
del incendio, entonces sí vi claro cómo se hacía toda la estructura parroquial:
vivienda, salones para la actividad pastoral, vivienda. Y me pareció que eso
era lo que había que hacer. Cuando se lo presenté al obispo, me dijo que era
imposible que pudiera conseguir los fondos para una obra tan importante. Yo le
contesté que otra cosa no sabía hacer. Y el me lo permitió con un “hacé lo que
quieras”.
Así de
inconsciente, y así de decidido para realizar lo que veo que hay que realizar,
me sale el impulso y la fuerza.
d) Otras
facetas. Dios me dio una personalidad – como la de tantos – con
múltiples facetas. Avido de conocer, capaz de leer mucho. Con sensibilidad para
el arte, sea para ejecutarlo – pobremente porque no me pude dedicar - sea para gustarlo y mover a otros a
realizarlo.
Tengo
gusto por la soledad, pero al mismo tiempo soy muy sensible a las relaciones
personales.
También la
vida va haciendo elegir, porque no da para todo:
Antes yo
no dejaba jamás de contestar una carta, ni me olvidaba de un cumpleaños.
Después la vida me paso por encima. Ahora me atraso en la correspondencia, me
olvido de los cumpleaños, y no puedo ni responder a lo que me urge.
La vida
sacerdotal toma a todo el hombre. En su tiempo, en su cuerpo, en sus afectos.
Es el hombre que es tomado por Cristo, para su ministerio. Es este hombre
concreto, con su historia, con su carácter, con sus inclinaciones, con sus
defectos, con sus pecados y virtudes.
Así mis
afectos, mi corazón fueron siempre más tomados por Cristo, por la Iglesia, y
por las personas, especialmente por los que el Señor me encomienda, y más
particularmente por aquellos que también el Señor llamó y que lo quieren.
Y por esas
realidades me emociono, como saben los que me han escuchado: hablando de
Cristo, de su Iglesia, de la eucaristía, del sacerdocio. Pensando en los
miembros de Cristo: en los santos, en los que sufren por el evangelio, en el
testimonio de los cristianos.
Así
alguien me dijo – con buena onda – domingos pasados cuando quedé entrecortado
hablando de Mons. Vera: “Padre, me alegro de haber descubierto otra parte suya:
que tiene sentimientos”.
Los
fieles, porque ven y oyen mucho al
sacerdote, a menudo creen que lo conocen y se hacen una idea falsa de su
persona. Universalizan un detalle, o un ángulo, o un hecho. Y esto es normal
que suceda, porque no estamos para desplegar nuestra personalidad y hacernos
ídolos – como dicen ahora – sino para que conozcan a Cristo.
Me acuerdo
una vez en una parroquia, con un grupo que se reunía semanalmente.
Alguien
que había ido a Bariloche, trajo chocolate en rama. Yo compartí y deje que
estaba muy rico. Desde entonces siempre me regalaban chocolate en rama, porque
decían que a mí me encantaba. Y la verdad es que me gusta el chocolate – aunque
no puedo comer mucho porque me salen herpes – pero no me entusiasma en rama. No
les digo como me gusta, porque me van a tapar a chocolate.
Así,
retomo, mis afectos los fue moldeando el Señor. Como Jesús viendo llorar a
María y a los judíos que la acompañaban,, me conmuevo y me turbo (cf. Jn.11,
33) con los que sufren por su familiar muerto, con los que padecen en su carne
los sufrimientos de Cristo, más que por mis propias pruebas.
Dios me ha
dado verdaderos hijos en Cristo, verdaderos hermanos y amigos. “Tengo vivos
deseos de verlos” (cf. 2 Tim. 1,4), como Pablo a Timoteo, y amo y añoro en el
corazón de Cristo Jesús (Fil. 1, 8).
Y mi amor
a los fieles que me son encomendados participa de los afectos del apóstol que
les dice a los gálatas: “¡Hijos míos! por quienes sufro de nuevo dolores de
parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gal. 4,19).
Y también
mis alegrías más profundas son moldeadas por el corazón de Cristo Jesús.
5) Las alegrías del ministerio.
Son muchas
y diversas. Son profundas.
a) Una muy
especial y que lo funda todo: la amistad
con Jesús. El principio de todo es haber descubierto Cristo. A lo largo de la vida uno se da más
cuenta que es haber sido antes descubierto con Cristo.
En la
ordenación sacerdotal, en el rito latino, se cantaba siempre el iam non dicam vos servos sed amicos meos: ya no os llamo siervos sino amigos míos.
Siempre me
llegó la frase de Santa Teresa: Jesús es
amigo verdadero.
San Pablo
se muestra con toda su intimidad con Jesús y su fuerza de haberlo conocido y
quererlo conocer.
La frase
de la carta a los filipenses: “todo lo que he considerado basura comparado con
la sublimidad del conocimiento de Jesús,
mi Señor, por quien perdí todas las cosas” (Fil.3,8) la tengo grabada desde
chico. Se leía en la misa de San Francisco de Borja, que entonces figuraba como
obligatoria el 10 de octubre, día de mi cumpleaños.
“No soy
yo, sino Cristo que vive en mí” (Gal.2,20), siempre me llegó.
Por
supuesto que está amistad con Cristo, tiene diferentes formas, según las etapas
de la vida.
De
muchacho, de joven seminarista, incluía la proyección de la juventud, el ideal
de vida, así como una afectividad más romántica, si se puede decir.
De joven
sacerdote se transformó en un esfuerzo incansable por trasmitir a Jesús, por
trabajar por él. No sé cómo hacía tantas cosas en aquella edad. Grupos, docencia, la tesis doctoral. Hablar
de Jesús, atraer al descubrimiento de él, a su amor, era un motor.
Más
adelante, pasaron largos años en que
algo se va modificando. Por un lado son límites experimentados, de afuera y de
dentro. La sensibilidad va sintiendo un cambio, las cosas no se sienten como en
otro momento.
Nunca dejé
de creer, nunca dejé de esperar, nunca dejé de amar en lo concreto, porque dice
el Señor: “si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor”.
Pero sí
pasé largos años en que, la mayoría del tiempo no tenía la presencia sensible
del Señor. Sí me aparecía cuando hablaba de El, pero no cuando yo lo buscaba.
Fueron años duros, de larga espera en los que me mantenía la palabra del Señor.
Ahora,
pasada la prueba de la mitad de la vida, su amor a mí y mi amor a El son toda
una certeza. Es lo que soy.
Dentro de la amistad de Jesús quiero
incluir la amistad con los que lo aman, los que lo siguen: me ha sido dado
vivir con los amigos de Jesús.
b) La gran
alegría del ministerio es cuando ayuda a encontrar al Señor. A
conocerlo más, a amarlo mejor. Sobre todo cuando es el pecador que vuelve a la
casa del Padre.
Siempre me
acuerdo hace muchos años, se presentó en la parroquia una señora. Era de
familia católica. Un matrimonio que había tenido muchos hijos y después de
numerosos problemas se habían separado. Ella se había vuelto a casar. Todo un
desastre final.
Y ella me
dijo: Mire, padre, no vengo porque esté tan arrepentida, ni para rehacer cosas
y ha deshechas. Yo vengo como el hijo pródigo: estaba mejor en la casa del
Padre. Quiero volver a mi casa, así como estoy.
Y en esto
resumo la alegría cotidiana del ministerio sacerdotal: ver crecer a Cristo en
sus miembros.
c) Otra
gran alegría es la fiesta cristiana.
Todos ustedes que me conocen saben qué
importancia le doy a la liturgia y a la fiesta en todas sus dimensiones. Es por
cierto una fiesta que nace de la profundización de la fe, de la escucha de la
palabra. Pero es sobre todo la fiesta que brota de recibir el don de Dios, la
alegría de su presencia, y la unión entre nosotros en la caridad de Dios.
A veces
cuesta hacer pasar a los cristianos de un cumplimiento religioso a la fiesta
cristiana. ES curioso: a los hombres nos cuesta ser felices. Corremos de aquí
para allá buscando la felicidad, pero, sin embargo, nos cuesta ser felices, nos
cuesta dejarnos querer por Dios. Preferimos una religión en la que nosotros
cumplimos quejándonos, que dejar introducir en la fiesta que el Padre ha
preparado para las bodas de su Hijo. Ya está en el evangelio en la parábola de
los invitados al banquete.
Es, sin
dudas una de las consecuencias más extrañas del pecado.
Pero he
tenido la alegría de haber ayudado a muchos a introducirse en la fiesta de
Cristo y de la Iglesia. Y, por cierto no sólo individualmente, porque
individualmente no hay fiesta. Sino en el descubrimiento de la comunidad que
celebra.
Es verdad
también que introducirse en la fiesta de Dios es exigente. Pide dejar de estar
centrados en nosotros mismos, para dejarnos centrar por la palabra de Dios, por
la acción del Espíritu, por las formas como la Iglesia esposa celebra la venida
del Esposo.
De todas
maneras, es una de mis alegría más grandes, cuando uno percibe la alegría del
Espíritu en la carne, en el cuerpo de la Iglesia. Como yo estoy en esto y puedo percibir cuando se da esa
experiencia celebrada de la fiesta de Dios entre los hombres: la verdadera
alegría, aquella de la que dijo Jesús: “os he dicho esto, para que mi alegría
esté en vosotros y llegue en vosotros a su plenitud” (jn.15,11).
6) Las tensiones de la vida del sacerdote
Cuando yo
hablo de mi sacerdocio, es del sacerdote secular, el sacerdote de parroquia,
que está siempre tironeado por una multiplicidad de roles y funciones. Es el
testigo del amor del Padre, manifestado en Cristo, pero al mismo tiempo, tiene
que cuidar que se cierren las canillas, que no queden las luces prendidas.
Es testigo
del amor del Padre, pero nuestro Dios es un Dios. Como Pablo, digo a la
comunidad que me está encomendada: “estoy celoso de vosotros con celos de Dios.
Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros a Cristo como una casta virgen” (2 Cor.11,2). Y también “lo
que pedimos es vuestro perfeccionamiento” (2 Cor.13,8). 13,9).
Con
frecuencia los fieles vienen a pedir algo concreto: quieren el bautismo,
quieren la misa a las 11 y 17 porque es la hora que les queda bien para cumplir
con su misa. Y uno quiere darles lo que piden, pero quiere dárselo bien, quiere
darles más
Quiere que
el bautismo esté preparado, que se encuentren con la riqueza de lo que el Señor
les quiere dar. Quiere darles la
oportunidad de cumplir con el precepto, pero también desea introducirlos en la
fiesta de la palabra y la eucaristía. Y no siempre aceptan ser llevados a una
vivencia mejor.
El párroco
tiene que recibir a todos. Y yo siento a todos mis parroquianos como propios.
Pero al mismo tiempo tiene que guiar una comunidad. Desde las cosas concretas:
hay que decidir unos determinados horarios de misa, una forma de celebrar los matrimonios,
un orden en la comunidad, una economía
aceptable, una distribución del tiempo y de las posibilidades de servicio de
esa comunidad concreta. Y entonces no es
posible contentar a todos y, general las culpas son del párroco.
Uno de los
desgastes más fuertes de la vida sacerdotal en una comunidad es el estar
siempre al descubierto.
Hay una
pretendida imagen del sacerdote como una psicología de robot simpático. Y esto
no es posible. En primer lugar, porque nadie tiene la psicología universal: cada
uno es una forma concreta de humanidad: quien más bonachón y tranquilo, quien
más enérgico y audaz. Quien más atento a detalles, quien más manga ancha.
Pero,
sobre todo, es un hombre que tiene momentos. Uno pasa de escuchar el drama de
una persona, de una familia, al otro que está apurado y quiere que le respondan
al momento su bagatela o un trámite. Acaba de acompañar a bien morir a un
cristiano y resulta que se olvidaron de prender las luces de la iglesia o los
chicos están dando pelotazos contra la pared. Está consubstanciado con la
palabra que ha de proclamar y alguien está quiere encontrar una cartera o unas
llaves que no sabe donde perdió.
Y también
tiene sus momentos y periodos. No siempre está contento y descansado, cuando
debe predicar la alegría. Y tampoco está para hacer que los feligreses sigan
sus estados o momentos.
Y así uno
está al descubierto todos los días y muchos días, ante mucha gente, durante
muchos años. Por otra parte, los feligreses se creen todos “divinos”, pero
tampoco lo son tantos. También el sacerdote de parroquia está conviviendo con
los límites y defectos de muchos, sin pasarse chusmeando y criticando. Hay más
paciencia de la que se dice, de este lado. Y es parte del peso del ministerio,
para ir llevando una comunidad, afincada en el amor de un Dios que nos ha
llamado gratuitamente. Una comunidad que siempre hay que reconstruir en base al
perdón, al callar, a no llevar cuentas.
Pero, al
mismo tiempo, está la alegría de ir creando comunidades. Tan a contrapelo con
el egoísmo al que nos incita el mundo en que estamos viviendo. Que por un lado
nos propone ser unos perfectos egoístas, pensando en qué gastar, que disfrutar,
y, por el otro lado, nos da falsas comuniones de masas que han visto la misma
película, que comen la misma comida prefabricada, que tienen que vivir
pendiente del último chisme periodístico… como puede ser un amorío de Clinton,
que ni nos va, ni nos viene.
Siempre
supe de la importancia de formar la comunidad cristiana. Con la maduración que
dan los años y el ministerio, cada vez veo más que está en el centro del camino
de Jesús. Una comunidad que nace de que cada uno se sabe llamado por un don de
Dios: y que por lo tanto no tiene pretensiones, porque no ha pagado con nada el
poder ser integrado a ella, sino que le ha sido regalado inmerecidamente.
Una
comunidad – que no es un grupo de los que se eligen entre ellos, porque les
gusta, o se llevan bien – sino que reconoce como hermano y miembro suyo, a los
que el Padre ha llamado. Por eso una comunidad en la cual, todos somos
obligados a bajar el copete de nuestras pretensiones, para humildemente
agradecer que Dios nos ponga allí, y que los demás nos miren como hermanos,
como nosotros los miramos a ellos.
Es este un
camino largo, pero que abre a dimensiones increíbles. Es, por otra parte, el camino concreto del
Evangelio vivido, no con gustos de
piedades personales, para la propia satisfacción, ni entre grupos de quienes se
sienten mejores que los demás, sino entre simples y concretos cristianos que
Dios ha reunido, y que quieren estar reunidos en su nombre.
Sin falsas
ideas de comunidad: Que estaría en ella si fueran mejores, si no estuviera
fulano o sultano, si las cosas fueran como a mí me gustaría.
Así fui
entendiendo más las exhortaciones de la escritura al amor mutuo, a la
paciencia, a sobrellevarse unos a otros y por sobre todo a la alegría de la
caridad.
7) La comunión con la cruz de Cristo en el sacerdocio
Nuestra
gloria es la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Y no hay vida nueva en Cristo
resucitado, que no se forje en la comunión con su santa y gloriosa pasión.
La cruz
entra de muchas formas y es siempre salvífica. Ella va simultáneamente haciendo
que la vida de Cristo en que creemos se vuelva nuestra, modifique las entrañas,
el corazón, los pensamientos, las actitudes. La cruz va haciendo comprender las
escrituras, cuando se toma la cruz y se escucha la palabra con paciencia y
obediencia.
a) Una
cruz es el paso de los ideales “soñados” a la realidad de lo que el Señor va poniendo. Yo creía que a
los dos o tres años de sacerdote iba a ir al Seminario, porque me gustaba la
formación sacerdotal – que a la mayoría no le gusta – y porque me sentía apto.
Pero no se
me dio nunca. Me tuvieron bastante alejado del Seminario.
Sin
embargo, por otros caminos el Señor me concedió ser apoyo e incluso guía de
muchos sacerdotes, a quienes pude acompañar y, alguna vez, iluminar.
En cambio
nunca había pensado ocuparme de algo semejante a lo que se me fue dando con la
Virgen de los Treinta y Tres. Ahí sí que sin haberlo ni soñado, sin que hubiera
en mí proyecto alguno, la Providencia me fue llevando, me encerró y me lanzó,
en un camino que – dejando los antecedentes lejanos – le llevó a Dios unos 10
años hasta que explotara. ¡Cómo para dudar de que tiene sus planes y lo realiza
todo conforme a la decisión de su voluntad, para alabanza de la gloria de su
gracia”(cf. Ef. 1,11.6)!
b) Otra
prueba es la experiencia de los propios límites, la distancia entre
lo que uno es y lo que hace presente. Cuando uno es joven con más facilidad cree
que hay una relación casi directa entre hacer las cosas bien hechas y que
salgan bien. El paso de los años se encarga de hacer carne que no es así. Menos
aún en el ministerio sacerdotal, que no es una empresa medible por un éxito
externo, que se mueve entre la libertad de Dios que llama y da su gracia y la
libertad de los hombres de seguir el llamado.
c) Es la
prueba del fracaso. Entonces, me iluminó mucho comprender la prueba de San
Pablo, narrada en el capítulo 12 de la 2ª carta a los corintios, como la
experiencia del fracaso apostólico, de una realidad que se le iba de las manos.
Y ante su súplica de que pasara esa prueba, le quedó la respuesta del Señor:
“Mi gracia te basta, porque mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad”. De
forma que pueda decir el apóstol: “por eso me complazco en mis debilidades,
para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Cor.12, 9).
Y esto no
de modo genérico, sino vivido una y otra vez a lo largo de los años.
Es una
prueba y no pequeña el contacto permanente con el pecado de los hombres. Es gloriosa
prueba cuando se entrega el perdón, pero también dura ver la miseria humana, la
inconstancia, las ataduras.
Cada cual
tiene que vivir en su momento histórico,
A mí me ha
tocado ser sacerdote en medio de los avatares de estas tres últimas décadas.
Cuando
entré al seminario comenzaba el Concilio Vaticano II. Nos entregábamos con
entusiasmo a las luces de renovación que de él venían. Organizábamos círculos
de estudio para profundizar en sus documentos, que recién llegaban a estas
playas.
Pero
también hubo que mantenerse en medio de las tempestades que sobrevinieron.
Cuando yo
llegué al Colegio Pío Latino Americano en Roma, todos los domingos para la Misa
nos revestíamos de sotana y roquete, y participábamos de la liturgia solemne.
Pero, en menos de tres años, ya no había
misa diaria en el Colegio; había que buscar un sacerdote amigo para participar
de la Eucaristía.
En muchos
lados la renovación litúrgica, según el Concilio, pasó a la destrucción de la
misma liturgia, a la pérdida del sentido de lo recibido de la tradición de la
Iglesia.
El
sacerdocio era discutido, el celibato puesto en cuestión por los mismos
sacerdotes. En número grande se abandonaba el ministerio. Cuando salió la
encíclica Sacerdotalis Coelibatus de Pablo VI, los superiores del colegio no se
animaron a comentarla y hacerla trabajar. Fui yo con otros seminaristas que
organicé las reuniones para estudiarla.
No quiero
abundar en la crisis de fe que hubo, y que en muchos casos hay, aún en el seno
de la Iglesia. No es mi intención describir los males de la época.
Esto lo
evoco en primer lugar, para agradecer la compasión que Dios tuvo conmigo, para
mantenerme en la fidelidad al corazón de la Iglesia creyente.
En segundo
término, porque fueron muy duras las pruebas para seguir un camino, en medio de
tantas contradicciones. Dios me ha dado fuerzas, pero también me es difícil
emplearlas, cuando las convicciones más profundas son contradichas en el seno
de la misma Iglesia.
Es una
tensión y combate grande, grave y peligroso, ser servidor de la unidad, y al
mismo tiempo mantener el rumbo firmemente, sin obstinación, con humildad y
constancia.
No es
menester describirlo más pero fueron años difíciles, sobre todo cuando se está
rodeado de contradicción, cuando a distintos niveles lo que prima no es la
búsqueda de la verdad, sino la lucha por el poder, el quedar bien, o la
medianía.
No es esto
nada nuevo, si leemos las cartas paulinas y vemos los combates del apóstol.
En la
medida de mis posibilidades, y contando con mis propias debilidades, he tenido
la gracia de vivir lo dicho por el apóstol:
“… al
servicio del Evangelio he sido constituido heraldo… por este motivo estoy
soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque yo sé bien en
quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar el
depósito hasta aquel Día” (2 Tim.1,11-12). Y he recibido las amonestaciones que
dirigió a su discípulo Timoteo:
“Ten por
norma las palabras sanas que oíste en mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús.
Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros”
(ibid. 13).
“Soporta
las fatigas conmigo, como buen soldado de Cristo” (ib.2,3).
“Proclama
la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda
paciencia y doctrina. Porque vendrán tiempos en que los hombres no soportarán
la doctrina sana... Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los
sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu
ministerio” (ib. 4.2-4).
Y este
combate ha sido posible, porque por la gracia del sacerdocio, reavivando el
carisma de Dios que está en mí por la imposición de las manos, “porque no nos
dio el Señor a nosotros un espíritu de temor, sino de fortaleza, caridad y
ponderación” (ibid.1,7).
En este
combate, que forma parte del ministerio, no luchamos contra hombres, sino
contra el espíritu de este mundo. El padre de la mentira, homicida desde el
principio que quiere corromper la fe, la esperanza y la caridad.
Cuando uno
tiene los ímpetus juveniles, yo quería morir por Cristo. Pero, por cierto, que
aquella muerte me la imaginaba, heroica,
ejemplar, rodeada casi de una liturgia, como un acontecimiento glorioso. En
cambio, el morir por Cristo que se me presentó era menos brillante, más continuado,
mucho más oculto. Y las armas del enemigo como tortura continuada.
Esta
experiencia de cruz, unida a las oscuridades interiores, me fueron descubriendo
otra comunión con Cristo, rechazado, humillado, condenado.
Fui
también descubriendo y participando de otras riquezas de la palabra de Dios.
Muchos salmos que antes rezaba desde afuera, se hicieron carne en mí.
Antes
cuando leía a San Pablo, me parecía a menudo que hablaba mucho de él mismo, que
se quejaba y hacía la lista de sus padecimientos.
Pero puesto
en medio de la vorágine de las pasiones, en medio de las contradicciones, viví
en lo que me tocó la hondura de la cruz del ministerio.
d) Es el
dolor de que al ser rechazado se rechazan los dones de Dios. Es la
experiencia vivida de que aquellos a quienes se le quiere entregar todo el
Evangelio de Cristo, lo desprecian. Es la lacerante pregunta si uno no habrá
corrido en vano. Si no habría equivocado el camino. Si no sería la voluntad de
Dios. Ahí parece perderse pie y caer en el abismo.
Es el
sufrimiento de que aquellos que uno ama como propios en Cristo, porque le han
sido confiados como sus ovejas, no quieren ser pastoreados. Viví en carne
propia la injusticia, e incluso e experimentado el que sientan odio por uno,
sin poder dejar de orar por los mismos que persiguen. Habiendo buscado servir a
la verdad de Cristo, verla juzgada, condenada, despreciada por aquellos a
quienes es entregada. Juzgados, insultados, condenados, triunfando la mentira
sobra la verdad, la vanidad sobre la honestidad, la hipocresía sobre la
honradez, por momentos me tocó vivir ese mundo dado vuelta que brilla en Cristo
crucificado y de la que participa el apóstol como lo escribe a los corintios,
en un pasaje que hube de leer muchas veces:
“Porque
pienso que a nosotros los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como
condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres.
Nosotros, necios por seguir a Cristo, vosotros sabios en Cristo. Débiles nosotros,
mas vosotros fuertes; Vosotros llenos de gloria; mas vosotros, despreciados… Si
nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman
respondemos con bondad. Hamos venido a ser, hasta ahora, como la basura del
mundo y el desecho de todos” (1 Cor. 4,9-13).
Algo pude entender
por experiencia vivida de las palabras del apóstol:
“Llevamos
este tesoro en vasos de barro, para que aparezca que la extraordinaria grandeza
del poder es de Dios y que no viene de nosotros. Atribulados en todo, mas no
aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados;
derribados, mas no aniquilados… Pero, poseyendo aquel espíritu de fe como dice
la Escritura: creí, por eso hablé,
también nosotros creemos, y por eso hablamos…. Y todo esto para vuestro bien, a
fin de que la gracia abundante haga crecer para gloria de Dios la multitud de
los que dan gracias”.
Este
combate por la fidelidad al evangelio, me hizo vivir primero con las fibras del
corazón la verdad del evangelio de la cruz vivificante de Cristo, de modo que
si la he creído por fidelidad a su verdad, aún con dudas, y con caídas, ahora
puedo decir que la he experimentado en mí mismo como fuente inagotable de la
verdadera vida.
Por lo
mismo también la hemos visto ser vivificante para otros, para aquellos que el
Señor ha querido iluminar por nuestro ministerio y que han aceptado la palabra
de la cruz del Señor de la Gloria.
“Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y
Dios de toda consolación, que nos consuela en todas las tribulaciones, para
poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el
consuelo con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Cor. 1,3-4).
8) El gran misterio del
sacerdocio católico
No quiero
exagerar las grandezas del sacerdocio. Sé y enseño que los sacerdotes como
todos los cristianos tenemos como suprema grandeza el haber sido llamados por
elección del Padre a ser sus hijos en Cristo. Que la fuente de nuestra dicha
está en el bautismo, que nos injertó en Cristo y la Iglesia, en la confirmación
que nos selló con el Espíritu Santo, en la palabra y la Eucaristía que nos dan
vida. En esa vida que es simplemente – y divinamente – vida en la fe, la
esperanza y la caridad. No hay nada mayor que esto que nos es común a todos,
vivido como comunión con la vida nueva de Cristo resucitado, como comunión con
su obediencia y su cruz.
Pero hoy entre
los grandes dones que Cristo da a su pueblo, para comunicar esa vida, miramos
el sacerdocio ministerial, del obispo, y por participación del presbítero.
Y es realmente un
don precioso de Cristo para su Iglesia.
No debe ser despreciado ni juzgado porque se dé en las pequeñeces
de las personas.
Porque el que se dé en las pequeñeces de las personas, es un don
del Verbo de Dios, que quiere dársenos humanamente, por medio de hombres. Es
exquisita la bondad y humildad del Hijo Unigénito de Dios que, como quiso
dársenos en comida por medio del pan y del vino, quiera amarnos, hablarnos,
perdonarnos, guiarnos, por medio de hombres indignos en quienes brilla su poder
salvador y su misericordia.
Simultáneamente nuestro gran Sacerdote, , por medio del sacerdote
nos da a certeza palpable, la cercanía
de la gracia de Dios
El ministerio sacerdotal, del obispo y de sus colaboradores los
presbíteros, es el signo permanente para la Iglesia, para el pueblo cristiano,
para cada uno, de que el Señor está en medio de nosotros, hablando,
santificando, perdonando, reuniéndonos a nosotros ovejas dispersas.
Dentro del sentido de este gran don es que hay que entender la
potestad sacerdotal dada para edificar la Iglesia de Dios. Siendo la finalidad
de muerte y resurrección de Cristo la salvación del cuerpo, la santificación de
sus miembros, el hecho de que tengamos que recibirlo de otros, pone siempre
ante nuestros ojos que es este un don que nunca nos pertenece, que siempre
recibimos, que no podemos disponer de él, sino pedirlo y acogerlo agradecidos.
Hoy con frecuencia se da el querer la comunicación directa con
Dios, el tener grupos que no tengan pastor, precisamente para ser dueños de esa
pretendida religiosidad. Pero es precisamente así como no se vive el don
recibido gratuitamente. Por eso el sacerdocio cristiano no viene del pueblo, no
porque sean unos hombres mejores, puestos que ellos también son salvados por el
perdón y la gracia, sino para que se viva que tal don viene de la disposición
amorosa del Padre en Cristo.
Por eso, también, aunque a algunos no les guste, se da en el
sacerdote católico una tensión entre cercanía y distancia, una tensión entre
pertenecerle y libertad.
A mí a veces me dicen: usted haga lo que quiere, porque usted es
el dueño de casa. Y yo respondo que no soy el dueño de casa, que aquí todos
somos siervos y el único Señor es Jesucristo.
Pero también se da la inversa, que se nos dice que estamos para
servir, y por eso hemos de hacer lo que los fieles quieran. Y eso no es del
todo así. Una porque los fieles también son siervos. Pero sobre todo, porque
nuestro servicio es conducirlos a la obediencia de la fe, no a hacer su propia
voluntad. Nuestro servicio es dar la fuerza soberana del Evangelio y el que
todos nos sometamos a Cristo, nuestra cabeza.
Por eso, al tiempo que junto con toda la comunidad hemos de buscar
la voluntad de Dios, también es verdad que no nos sujetamos a un mero consenso
numérico, ni damos cuenta ante las supuestas mayorías, sino que debe responder
ante el tribunal de Jesucristo.
También a veces se quiere una cercanía del sacerdote tal, diciendo
que es uno como los demás, que todos somos iguales. Por cierto que somos
iguales, podemos ser menos santos que otros, y todos nos salvamos por la fe en
la gracia de Dios.
Pero el sacerdote es signo del principio divino de la vocación
cristiana, que no brota de que seamos iguales, sino de la gracia de la elección
divina. Y por eso, también el sacerdote, y más aún el que tiene la conducción
pastoral – el obispo y participativamente el párroco – tiene que vivir la
libertad de conducir, porque el pastor debe ir delante de las ovejas, debe
exhortar, debe también corregir y llamar a conversión, para guiar no hacia lo
que queremos los hombres, sino hacia la santidad que el Padre nos ha preparado.
En esto también el sacerdocio católico es un misterio que tiene su
origen en Cristo y no debe confundirse con liderazgos humanos, ni siquiera con
liderazgos religiosos en general.
Por eso también es necesario que los fieles tengan compasión de
sus sacerdotes, porque llevan un misterio más grande que ellos mismos. Por lo
mismo deben orar mucho por sus sacerdotes.
Es la profunda realidad que está expresada en las repetidas
palabras que la Iglesia pone en nuestros labios en la sagrada liturgia.
El sacerdote nos dice: El Señor esté con vosotros. Y entrega por
su ministerio el don de Cristo.
El pueblo cristiano contesta: Y con tu espíritu. Es decir, con el
espíritu que recibiste del Señor, por la imposición de manos y la oración del
obispo, para que realices la obra del Espíritu entre nosotros.
Esta invocación litúrgica para que descienda el Espíritu sobre el
sacerdote, para que llevado por el Espíritu entregue la palabra, ore y
santifique al pueblo, guié a la familia de Dios, debe continuarse en la oración
permanente de los cristianos por sus sacerdotes.
No cabe duda que la falta de vocaciones está unida a una falta de
fe y amor en el don del ministerio sacerdotal dado por Cristo a la Iglesia.
Por ello también, una de las grandes alegrías de la vida
sacerdotal es ver la fe de los cristianos en estos hombres, en concreto en
mí, que por la gracia de Dios, les
entrego la palabra divina, les perdono los pecados y los santifico, los rijo y
conduzco en la unidad del Pueblo de
Dios.
Porque esa fe, también alimenta al sacerdote en el misterio de su
propia existencia sacerdotal. También más de una vez, en medio de las pruebas y
tentaciones, me sostuvo la fe de los cristianos en mi ministerio y la
responsabilidad de no defraudarlos. Y les estoy sumamente agradecido.
Esa fe obediente al don de Cristo en el sacerdote es obra del
Espíritu Santo.
Porque esa obediencia de fe permite edificarlos como morada de
Dios en el Espíritu. Porque esa fe, se vuelve alabanza y glorificación del
Padre en Cristo en la unidad del Espíritu Santo.
9) La esperanza de la vida eterna
Como me apoyé
siempre en la palabra de Cristo, siempre esperé la vida eterna.
En algunos
momentos de juventud, incluso con deseos más románticos, sin ningún sentido
despectiva de ese término.
En momentos duros
y largos de mi vida, fue lo único que daba sentido a un peregrinar obscuro, con
sinsabores, en que mucha cosa parecía sin sentido. En momentos de oscuridad
incluso intelectual y de aridez, la firmeza de la esperanza apoyada en la
palabra del Señor era el correctivo, la pequeña luz que sostenía.
En este momento
estoy muy asentado y firme en el Señor.
Hace años atrás
en medio de combates internos al terminar un retiro, consolado por la palabra
de Dios le decía al Señor que yo estaba contento con El y lo que me había dado
vivir. Pero de pronto me vino la pregunta: Y tú, ¿estás contento conmigo?,
porque si El no estaba contento, tampoco lo podía estar yo. Me pasé largo rato
pidiéndole que me mostrara si yo le era grato, hasta que me dio paz. Hoy estoy
sereno y lo espero con paz y gozo.
Quiero el trabajo
que hago, me siento a gusto, pero también voy sintiendo más fuertemente que lo
único definitivo es estar con el Señor. No solo, con todos los que quiero y que
he querido, incluso con tantos que no he conocido personalmente, que he
conocido por el testimonio de sus vidas pasadas, de sus escritos, y que me
sostuvieron y alegraron, en esa gran comunión que es el misterio de la Iglesia,
incluso con los santos de otras épocas.
Sí la Jerusalén
del cielo adquiere para mí en estos momentos una claridad, una realidad, que no
es la de un entusiasmo afectivo, sino la de la certeza, la de la patria.
En medio de un
mundo desesperado por afirmar que lo puede dar todo, y que lleva a los hombres
como al burro detrás de la zanahoria; o en su opuesto, ante quienes dicen que
esperar el cielo es desentenderse de los problemas de los hombres, me aparece
con mayor certeza la única esperanza y la plena esperanza ver el rostro de
Cristo, contemplar sus llagas gloriosas y por ellas llegar hasta el Padre.
Y este bien
verdadero es el que deseo para los otros, para cada uno y juntos.
Y tal esperanza
me fortalece. No me separa de gozar de los bienes anticipados: desde una buena
comida con un buen vino, hasta el gozo de la comunión y de la caridad. Desde
una buena conversación, hasta el trabajo
fuerte y exigente, pasando por reírme de mí y gozando con un buen chiste.
Esta esperanza no
me separa del trabajo y el servicio, porque es lo poco que tengo para darle a
Cristo y a los hombres.
No me quita el
dolor ni los sufrimientos que me tocan…. por otra parte bastante menores que
los de muchos hermanos, pero son los míos. Pero me da serenidad y firmeza.
Tampoco me cambia el carácter ni mi forma de ser: aún no queriéndolo sigo
haciendo proyectos, inventando cosas, y sobre todo viviendo y entregando la
palabra del Señor, su precioso cuerpo y sangre, y reuniendo a sus discípulos.
Pero sí, cuando
estoy más contento… se me aparece el vislumbre de aquella patria. Cuando estoy
más apenado, cuando experimento en mí y en los otros las marcas del pecado y la
muerte me ilumina y consuela la esperanza de lo que el Señor nos ha preparado:
la comunión con El y en El.
Me siento bastante
cerca de las palabras paulinas:
“por una parte
deseo partir y estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; mas, por otra
parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y
permaneceré con todos vosotros, para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de
que tengáis por mi causa un motivo de orgullo en Cristo Jesús” (Fil. 1,23-26).
Y también está
esperanza es la que quiero entregar y hacer gustar.
10)
para su alabanza y gloria
Termino con la
oración del comienzo de la carta a los efesios, de donde saqué parte de las
palabras de mi estampa de ordenación y con otro pasaje de la misma carta:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo,
que nos ha
bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo;
por cuanto nos ha
elegido en él antes de la creación del mundo,
para ser santos e
inmaculados en su presencia por el amor;
eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el
beneplácito de su voluntad,
para alabanza de
la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado” (ef.1,3-6).
“A aquel que
tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que
podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros,
A él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús
pro todas las generaciones y todos los siglos. Amén.”(ef.3,20-21).
Gracias por compartir con nosotros este sentido y profundo escrito. De repente me encontré orando esas palabras, encarnado esas experiencias y se me respondieron algunas preguntas sobre el desierto, la carga de los pecados, la oscuridad y las épocas de confusión en la Fe... "Ando por esos lares en estos momentos".
ResponderEliminarMe alegra saber que se siente firme en el Señor... me ha dado las esperanzas que da el testimonio del discípulo, del hermano!...a sido un largo camino!
Gracias nuevamente y que Dios lo siga bendiciendo.