La cultura de divulgación actual se lleva la mayor parte del tiempo en distracciones: deportes, crónicas policiales, chismes, lo superficial de la política.
Un campesino de la denostada Edad Media, contemplando una catedral, podía alcanzar una mayor sabiduría de la existencia, que la mayor parte de los hombres globalizados de hoy.
En primer lugar ese hombre medieval, incluso analfabeta, podía ver la imagen de Dios en la imagen de Cristo. Su mundo tenía un verdadero centro, principio y fin, alfa y omega.
En particular ese hombre medieval, podía ver en su iglesia la imagen de Adán y Eva saliendo de las manos generosas del Verbo Creador y bajo su mirada.
Con eso sólo - sin perderse en teorías complicadas, que tienen su propio valor - se sabía querido, pensado y llamado por Dios. Reconocía un sentido profundo en su ser, en su existir y en su actuar.
También se miraba en el primer padre que pecaba, por soberbia y desobediencia, y se reconocía a si mismo pecador, lleno de conflictos, con miedos - tantos como el hombre moderno y algunos menos -. Sin justificar esos males, sabía que vivía en un mundo marcado por el pecado, con una rebelión adentro, con inclinaciones desordenadas, continuamente alejándose de Dios y del fin de su existencia. Ante tanto mal - como nosotros viendo el informativo - , el medieval sí tenía la ventaja de no tener el prejuicio iluminista de que el mundo debería ser perfecto - según la propia ideología - ni aseguraba que él o su generación lo arreglaría - también por medio de su ideología y el poder -. Tenía conciencia del pecado, no desesperaba, ni pensaba que 'su' revolución lo haría todo de nuevo.
A su vez, este hombre que se miraba en Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, y que se sabía había perdido esa semejanza por el pecado, en lo cual también participaba de Adán, miraba al nuevo Adán, Cristo, y se llenaba de gran esperanza. Sabía que todo ha sido creado por él y para él, también ese hombrecito con su vida dura y pecado acuestas. Sabía que este segundo Adán, en realidad era el primero, porque el hombre fue creado a imagen de Cristo. Sabía que este nuevo Adán, Cristo, libera a los hombres de los engaños en que habían caído, del pecado que los hunden, de las cadenas de la esclavitud y del engaño.
Más aún el hombrecito medieval - más bajo que los modernos - veía a Cristo revestido de gloria, es decir de vida, eternidad y gracia, y sabía que él participaba de esa luz, que mirándolo cara a cara, se puede ser transformado de luz en luz, de gracia en gracia.
La luz de la redención y de la gloria eterna, le daban esperanza de recibir misericordia el día del juicio - en el que no piensa el hombre actualizado - y sobre todo se reconocía con una dignidad única, la de hijo de Dios, reengendrado por el Padre en Cristo en su bautismo.
Es una invitación a mirarnos en Adán, para sobre todo dejarnos iluminar por la gracia de Cristo, en quien sobreabunda toda gracia (cf. Rom.5) y dar pasitos para que su gloria nos envuelva.
"Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz" (Ef.5,14).
Un campesino de la denostada Edad Media, contemplando una catedral, podía alcanzar una mayor sabiduría de la existencia, que la mayor parte de los hombres globalizados de hoy.
En primer lugar ese hombre medieval, incluso analfabeta, podía ver la imagen de Dios en la imagen de Cristo. Su mundo tenía un verdadero centro, principio y fin, alfa y omega.
En particular ese hombre medieval, podía ver en su iglesia la imagen de Adán y Eva saliendo de las manos generosas del Verbo Creador y bajo su mirada.
Con eso sólo - sin perderse en teorías complicadas, que tienen su propio valor - se sabía querido, pensado y llamado por Dios. Reconocía un sentido profundo en su ser, en su existir y en su actuar.
También se miraba en el primer padre que pecaba, por soberbia y desobediencia, y se reconocía a si mismo pecador, lleno de conflictos, con miedos - tantos como el hombre moderno y algunos menos -. Sin justificar esos males, sabía que vivía en un mundo marcado por el pecado, con una rebelión adentro, con inclinaciones desordenadas, continuamente alejándose de Dios y del fin de su existencia. Ante tanto mal - como nosotros viendo el informativo - , el medieval sí tenía la ventaja de no tener el prejuicio iluminista de que el mundo debería ser perfecto - según la propia ideología - ni aseguraba que él o su generación lo arreglaría - también por medio de su ideología y el poder -. Tenía conciencia del pecado, no desesperaba, ni pensaba que 'su' revolución lo haría todo de nuevo.
A su vez, este hombre que se miraba en Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, y que se sabía había perdido esa semejanza por el pecado, en lo cual también participaba de Adán, miraba al nuevo Adán, Cristo, y se llenaba de gran esperanza. Sabía que todo ha sido creado por él y para él, también ese hombrecito con su vida dura y pecado acuestas. Sabía que este segundo Adán, en realidad era el primero, porque el hombre fue creado a imagen de Cristo. Sabía que este nuevo Adán, Cristo, libera a los hombres de los engaños en que habían caído, del pecado que los hunden, de las cadenas de la esclavitud y del engaño.
Más aún el hombrecito medieval - más bajo que los modernos - veía a Cristo revestido de gloria, es decir de vida, eternidad y gracia, y sabía que él participaba de esa luz, que mirándolo cara a cara, se puede ser transformado de luz en luz, de gracia en gracia.
La luz de la redención y de la gloria eterna, le daban esperanza de recibir misericordia el día del juicio - en el que no piensa el hombre actualizado - y sobre todo se reconocía con una dignidad única, la de hijo de Dios, reengendrado por el Padre en Cristo en su bautismo.
Es una invitación a mirarnos en Adán, para sobre todo dejarnos iluminar por la gracia de Cristo, en quien sobreabunda toda gracia (cf. Rom.5) y dar pasitos para que su gloria nos envuelva.
"Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz" (Ef.5,14).
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