Carta Pastoral de Mons. Alberto Sanguinetti Montero
Obispo de
Canelones
del 11 de junio de 2020, memoria de San Bernabé
apóstol
Viene el Esposo: salgan a
recibirlo (Mt 25,6)
A los hermanos en el Señor de la Iglesia de Dios que peregrina en Canelones,
con sus presbíteros y diáconos gracia y paz en el Señor Jesús,
en la comunión del Espíritu Santo, según el beneplácito del Padre.
A todos los conciudadanos con quienes compartimos este tiempo de
nuestra vida y la búsqueda de la verdad, paz y esperanza.
La palabra de Dios, que proclamo en estas páginas es el Evangelio del
Señor que está cerca y llega: Viene el
Esposo, Él es nuestra esperanza plena. Al mismo tiempo, es una invitación a
disponernos para el encuentro: salgan,
salgamos a recibirlo.
Con esta luz de espera y esperanza,
junto la exigencia honda de prepararnos
y salir a su encuentro, veo iluminada la conversación que quiero entablar con
mis amigos, fieles e hijos de esta Iglesia de Dios, que va al encuentro de su
Esposo, desde la tierra de Canelones.
El año de las celebraciones de la Iglesia va desplegando ante nosotros
y en nosotros en su unidad y plenitud el
misterio de Cristo, Hijo y enviado del Padre, con el poder del Espíritu Santo.
Es principalmente en la Liturgia que el pueblo cristiano va recibiendo a Cristo
que viene, para unirse a él y con él.
La Cuaresma nos fue preparando para la conversión de nuestras mentes y
nuestras vidas, fundadas en la fe, en la gracia del bautismo y la unción del
Espíritu. Durante el Tiempo Pascual hemos celebrado con intensidad la obra
maravillosa de nuestra redención y
filiación divina, con la esperanza de la vida eterna, del retorno del
Señor y Esposo. Hemos confesado nuestra fe en el Dios verdadero, la Santísima
Trinidad, Padre , Hijo y Espíritu Santo. Hemos vivido su comunicación a los
hombres en la Santa Iglesia, por la palabra y los sacramentos, hemos reconocido
su presencia en medio de nosotros y lo hemos seguido como el camino que nos
lleva al Padre.
Parte de la Cuaresma y toda la
cincuentena pascual, corrió durante el
tiempo extraordinario de la pandemia que para nosotros comenzó el 13 de marzo.
Este periodo ya de varios meses cambió mucho de nuestras costumbres,
nos hizo vivir de modo diferente, también nos obligó enfrentar situaciones
nuevas, en la familia, en la sociedad, en nuestras relaciones personales,
económicas, laborales. También dentro de nosotros mismos hemos tenido que
enfrentar muchas cosas.
Una primera observación muy simple es que la cuarentena nos obligó a diversas disciplinas y renuncias, que en general hemos aceptado por nuestra
salud y la del prójimo. Así debe ser.
Cabe la pregunta si en la
cuaresma - emparentada con la cuarentena
- asumimos las disciplinas y renuncias
que la Iglesia nos impone o a las que nos exhorta para la salud espiritual
propia y de los demás. A veces parecen
anticuados los ayunos, el silencio y la soledad para la oración, la renuncia
voluntaria no sólo al pecado, sino a placeres lícitos, con el fin de avanzar en
la verdadera libertad de los hijos de Dios, en la salvación y en el camino
hacia la vida eterna. La relación de cuarentena y cuaresma puede ser una
ocasión de rever cuál es nuestra disciplina
penitencial, también durante todo el año, nuestros ejercicios para la salud
espiritual de nuestras personas, nuestras familias, nuestra sociedad y también la
renovación de nuestra Iglesia en fidelidad a Dios.
Sin lugar a dudas este tiempo extraordinario ha sido ocasión de otras
formas de encuentro y crecimiento en
la fe, de atención y cuidado de otros, de crecimiento en la caridad. Al mismo
tiempo, si se lo ha aprovechado bien, se dieron oportunidades de valorar la
vida en familia y otras formas de comunicación. Dios en su Providencia, aún en
medio de la dificultad y la prueba, nos renueva y nos da oportunidades de
crecimiento.
Por estas líneas quiero agradecer, en nombre propio y en el de los
demás hermanos, a cuantos han dado su tiempo y energías para diversos
servicios. De un modo especial aliento y agradezco a sacerdotes y diáconos que
se brindaron en todo este tiempo, con el apoyo de religiosos y religiosas y,
por cierto, con los hermanos laicos.
La pandemia, que puso en evidencia la
enfermedad y la muerte, destacó el valor de la salud y de lo necesario para conservarla, no sólo individualmente,
sino colectivamente. Esto también
debe hacernos pensar que la salud es un
bien grandísimo, puesto que es la conservación de la vida, pero sobre él
está el valor superior de la fe y la
gracia, la salud total de la persona y la
vida eterna.
Quisiera recorrer con ustedes
algunos modos como recibimos a Cristo que viene también en tiempo de pandemia.
Señor,
Dios todopoderoso,
que
nos mandas abrir camino a Cristo, el Señor,
no
permitas que desfallezcamos en nuestra debilidad
los
que esperamos la llagada saludable
del
que viene a sanarnos de todos nuestros males.
Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
En esta carta no voy a hacer el recuento de lo que hemos vivido, sino
quisiera con ustedes mirar juntos la vida, con sus desafíos y esperanzas y,
sobre todo, mirar a Dios y mirarnos en Dios, a atender a su presencia y a
reconocerlo
La primera disposición para salir al encuentro del Señor que viene es
buscar conocerlo, para tender hacia Él y para disponer nuestra mente y nuestra
vida al encuentro definitivo, viviendo
el encuentro ya posible.
La presencia patente de la enfermedad, de la posibilidad del contagio y
de la muerte, ha sido ocasión de acercamiento a Dios y también de
cuestionamientos y profundizaciones sobre el misterio de Dios y del hombre, del
bien y del mal.
Las distintas formas de conocimiento todas tienen su valor, y son
significativas para nuestra vida y han de ser cultivadas según la vocación de
cada uno. Por cierto, el conocimiento personal y por él los encuentros y las
relaciones tienen una singular importancia. Pero el conocimiento de Dios y la
relación con él es la cuestión principal a que está llamada la inteligencia
humana y la libertad que con Él se relaciona.
Aunque estemos en un momento cultural de trivialización del hombre y de
la cultura, aunque algunos con liviandad y aparente superioridad
menosprecien el conocimiento de Dios,
sin embargo, proclamamos ante todos que Dios existe, que se le puede conocer y
que se ha manifestado plenamente en Jesucristo, invitándonos a una relación
nueva y plena con Él.
Antes que nada, Dios no es un tapagujeros. Dios no es una idea, para
con ella simplemente pensar cómo resolver parte de la problemática de la
existencia, la explicación para algunas incógnitas de nuestra vida. No es un
razonamiento para comprender o dilucidar el porqué de lo que no entendemos. Dios
no es en primer lugar el que tiene que solucionar lo que no puedo solucionar, el
que necesitamos para que nos libre de nuestros miedos.
Sin embargo, de todas formas es
verdad que la experiencia de la limitación, el miedo ante lo desconocido o ante
el juicio de Dios, es muchas veces un camino válido para buscar lo absoluto. Es
un camino legítimo que parte de nuestra limitación y se orienta hacia el único
que puede salvar.
Pero de alguna forma, con nuestras limitaciones hemos de llegar a Dios
mismo. Dios es Dios. Él existe por sí mismo. Él es antes y después de todo lo
que pensamos y de lo que somos. Él es eterno, es decir, que existe siempre, por
sí mismo, en la plenitud de todo su vivir, conocer, amar. Él es, de verdad, y
es la verdad, independientemente de nosotros.
En la revelación que Él mismo nos hecho en Jesucristo, hemos conocido
la intimidad de Dios: un solo Dios, una sola divinidad, un solo ser divino, en la comunión del Padre, con el Hijo y con el
Espíritu Santo. Dios Padre genera eternamente a su Verbo, su Hijo, que es consustancial
a él, de su misma y única naturaleza divina. También el Espíritu Santo
participa de la comunión del Padre y del Hijo en la misma divinidad.
Así, pues, sabemos y vislumbramos la plenitud de vida de Dios, como
conocimiento, amor, reciprocidad, relaciones de las Personas Divinas, en una
bienaventuranza, un gozo, una alegría, una plenitud, que supera todo lo que
podríamos vislumbrar. Al conocimiento y la comunión con la Trinidad Santísima
estamos llamados y es nuestra esperanza.
Algo de esta plenitud de vida la atisbamos cuándo conocemos con
sinceridad, nos amamos en verdad, nos entregamos generosamente y vivimos una
comunión no sólo porque es útil, o agradable, sino por el valor en sí mismo,
gratuito, de la misma comunión, paz y gozo.
Pero es sobre todo por la fe, la
esperanza y la caridad, que vamos conociendo a Dios, poniendo nuestra confianza
en Él, relacionándonos con Él y dirigiendo la vida por el amor a Él y así crece nuestra participación en la vida
trinitaria.
No podemos reconocer a Dios y entrar en comunión con Él, sin conocerlo y aceptar su presencia.
Dios se nos manifiesta en primer lugar en la creación. A través de las
creaturas, del orden del cosmos, del desarrollo del universo, tanto en el
macrocosmos como en el microcosmos, por la razón
podemos ascender al principio de todo, a Dios, omnipotente, sabio, generoso en
comunicar la existencia a todos los seres. Llenos están los cielos y la tierra
de su gloria. El cielo proclama la gloria
de Dios y el firmamento narra la obra de sus manos (Sal 18, 2).
La explicación de la razón científica acerca del origen de los seres y también
del universo presenta afirmaciones e hipótesis que se desarrollan dentro del
marco de lo observable por los sentidos y de alguna forma racionalizado por el
conocimiento matemático. Sin embargo, no es la razón científica la que puede
plantearse la pregunta de la razón filosófica: ¿Por qué el ser y no la nada en
los seres que pueden existir o no existir? ¿De dónde la razonabilidad de los
seres aún irracionales y de la totalidad de lo existente que percibimos?
La razón humana a partir de la realidad creada, por su bondad y
belleza, por su orden y sentido, puede llegar al conocimiento de Dios, como ser
superior, libre, inteligente, todopoderoso y eterno. De la grandeza y de la
belleza de las criaturas, se llega por analogía a contemplar a su Autor (Sab 13, 5)[1].
De una manera especial se manifiesta Dios en los seres humanos. La Sagrada
Escritura nos dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Los seres
humanos inteligentes y libres, personas responsables, son los únicos seres de
la creación - sin considerar aquí a los ángeles- a quienes Dios ama por sí
mismos, a quienes ha creado capaces de recibir su amistad, si Dios se la
entrega libremente.
“Oh Señor nuestro Dios ¡qué
admirable es tu nombre en toda la tierra! Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que
has creado, ¡Qué es el hombre para que te acuerdes de él! Lo hiciste
poco inferior a los ángeles, todo lo sometiste bajo sus pies” (Sal 8, 4-7).
Así, pues, también la experiencia humana nos da una pequeña analogía
para conocer a Dios.
Pero el conocimiento supremo de Dios, se nos da en Cristo, por la
revelación de Dios mismo recibida en la fe.
Dios se nos da a conocer en sí mismo, en su realidad trinitaria, del Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, y en su pleno designio libérrimo para con nosotros.
Por la fe en Cristo, movida por el Espíritu Santo, nos entregamos
a Dios y ponemos nuestra confianza en
Él. El mismo acto de fe es la afirmación con nuestra mente de que es verdad lo
que Dios nos ha revelado, auxiliados por la gracia de Dios y por la voluntad de
querer creer.
Dios nos habla para que tengamos relación con Él mismo, revelándose
Padre en su Hijo único, para que seamos salvados, divinizados, transformados
por la comunión en la vida de
Dios, Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Ver a Dios y tener comunión con Él es la vida plena y verdadera.
De esta forma toda nuestra vida es una amistad con Dios y un seguimiento de su voluntad.
Así la plenitud de la revelación de Dios es una entrega de Dios mismo, una autocomunicación,
el Padre se nos da a conocer por su Hijo, en el Espíritu Santo. Así nuestra relación
se vuelve filial con el Padre, que nos adopta como hijos y a quien nos unimos
por la comunión con Cristo en el Espíritu[2].
Entonces salimos al encuentro de
Dios en Cristo que viene conociéndolo, renovando nuestra fe, para dejarnos
iluminar por Él y vivir guiados por Él, que es la Luz verdadera que viniendo a
este mundo ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,9).
En ese sentido, este tiempo ha
sido una invitación a la escucha de la Palabra de Dios, al conocimiento de
Cristo y la respuesta a su llamado, a su
invitación. Hemos de adelantar por este mismo camino. Conocer a Dios, renovar
nuestra relación con él, vivir guiados por Él, no es un lujo, ni una
distracción para tiempos sin salidas, sino que es la luz más total y profunda
de nuestra existencia.
Por cierto, iluminados por la
palabra y los hechos salvíficos de Jesús, especialmente su muerte y resurrección,
con el Espíritu Santo en la Iglesia, reconocemos a Cristo que viene en la vida,
con sus circunstancias, en las personas, con la relación que ello implica.
También en esto la situación extraordinaria es una ocasión de iluminar la vida
con la fe.
Dios todopoderoso,
a los que hemos conocido
ya
la gracia de la
resurrección del Señor,
concédenos resucitar a la
vida nueva
por el amor del Espíritu.
Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
6. La fe en la Providencia de Dios, en Dios providente.
Dios
y su actuar cuestionan la mente humana. Y está bien que nos hagamos preguntas.
Al
manifestarse de un modo más patente y social la existencia del mal, de la
enfermedad y de la muerte, surgen preguntas acerca de Dios. ¿Por qué si Dios es
bueno hay mal? ¿Se ocupa Dios de nosotros? ¿En realidad puede actuar Dios con
su providencia en un mundo determinado por las leyes naturales? ¿Dios quiere el
mal? ¿Dios no puede curar? ¿Dios es indiferente ante el dolor del hombre? ¿Dios
no puede hacer milagros? En un último, ¿existe la Providencia divina y Dios es
providente de lo que acontece?
Ciertamente la realidad de Dios es más de lo que podemos concebir. Todo
lo que decimos acerca de Dios es siempre un balbuceo, porque Dios en sí mismo
es infinito e insondable, y, además, en sus decisiones Dios sólo depende de su
bondad, de su sabiduría, y de su absoluta libertad. Por eso, de Dios es más lo
que no sabemos que lo que afirmamos. Sin embargo, con humildad, nuestra razón
por sí misma y nuestra razón iluminada por la fe, puede hablar de Dios con
pequeños rayos de luz.
Nuestra primera afirmación es que Dios
es infinitamente bueno, misericordioso, y su gloria es que el hombre viva
en plenitud.
Dios en su sabiduría y bondad decidió comunicar su gloria dando la
existencia a los seres que por sí mismos no existirían. Y lo realiza no a modo
de pequeñas piezas, sino en un complejísimo cosmos ordenado, en el cual cada
uno limitadamente tiene su ser y existir. Todos los seres – con excepción de
los ángeles y hombres - existen en orden a la totalidad del universo.
En cambio, el hombre fue creado para el infinito. Con frecuencia se
define al ser humano como animal racional, es decir, ser corporal animado,
gobernado por la razón. Y esto es verdad. Pero también podemos acercarnos al
misterio del hombre desde otro punto de vista. El ser humano, por su mente
abierta a toda la verdad, por su corazón pendiente a todo bien, es sobre todo
una capacidad de recibir toda la verdad y el bien. Toda verdad y bien es sólo
Dios. El ser humano es creado para poder recibir la comunión de verdad y amor
de Dios, si Dios se le da libremente[3].
A la luz de toda la historia de Dios con los hombres revelada en Israel
y llevada a su plenitud en Jesucristo, vemos que según el plan de Dios, según
su designio sabio y amoroso, el hombre fue creado para la eternidad, para que
Dios cara a cara lo recibiera en su comunión, para que lo ilumine no sólo la
luz de la razón, no sólo la luz de la fe, sino Dios mismo: a la Jerusalén
eterna le ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero (Ap 21,23).
Fuimos creados por el amor de Dios para la bienaventuranza eterna.
Durante esta vida, Dios se revela por Jesucristo, para conducirnos por
la fe, paso a paso hacia él.
Con ese fin, Dios sostiene y dirige todo según su Providencia.
El Concilio Vaticano I nos enseña:
“Dios guarda y gobierna por su
providencia todo lo que creó, ‘alcanzando con fuerza de un extremo al otro del
mundo y disponiéndolo todo suavemente’ (Sb 8,
1). Porque ‘todo está desnudo y patente a sus ojos’ (Hb 4, 13), incluso cuando haya de suceder por libre
decisión de las criaturas”.
Y el Catecismo de la Iglesia Católica en el n.303 nos testifica:
“El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina
providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más
pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las
sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el
curso de los acontecimientos: ‘Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo
cuanto le place lo realiza’ (Sal 115, 3); y de Cristo se dice: ‘Si
Él abre, nadie puede cerrar; si Él cierra, nadie puede abrir’ (Ap 3,
7)".
El Dios verdadero no es un relojero, que con diversas piezas formó el universo y luego
lo dejó para que funcionara automáticamente solo. No. Él es un Padre Providente
que cuida de todo y todo lo guía con su sabiduría y amor.
Por eso, estamos llamados en estas circunstancias a renovar nuestra fe
y nuestra confianza en la Providencia del Padre, abandonándonos en sus manos
como niños. Al mismo tiempo, debemos ordenarnos según la verdad de la voluntad
de Dios. Dios sabe de qué tenemos necesidad, nosotros hemos de buscar primero
de todo su Reino y su justicia,
confiando que todo lo demás lo dará como añadidura (Mt 6,31-33).
En realidad todo está en las manos de Dios. Y él todo lo conduce con su
poder, su sabiduría, su misericordia. Por eso confiamos totalmente en su
Providencia que nunca falla. Esta confianza nos lleva a pedir lo que nos parece
necesitar y al mismo tiempo a abandonarnos en él.
Esa misma confianza nos sostiene
para hacer todo lo que él nos encomienda y que está en nuestras manos. Tanto lo
que han podido ofrecer los científicos, como la entrega generosa del personal
sanitario, como la prudente conducción de los responsables de la sociedad, no
escapan a la Providencia divina. También el bien que cada uno ha podido
realizar es parte de la Providencia de Dios.
Eso no quiere decir que no seamos libres. Por eso debemos agradecer la
entrega de los otros. Tampoco niega la libertad que tenemos y la posibilidad de
obrar mal, de no cumplir con nuestra responsabilidad; esa posibilidad entra
también en la Providencia divina, que ha querido una sociedad de seres libres,
que también pueden desfallecer en el bien.
La Providencia de Dios tiene miradas más altas que las nuestras. Saca
de diversas maneras el bien del mal, conduce de distintas formas hacia el bien
superior. Así, por ejemplo, por la epidemia puede llamar a algunos a la
conversión de sus vidas, a dejar lo que no importa, a pensar en los demás, a
privarse te muchos intereses. Es verdad también que, si bien en todo momento
Dios nos llama a la conversión, al bien, y nos quiere dirigir hacia el perdón y
la vida eterna, sin embargo, entra en su Providencia que también nosotros
podamos negarle la obediencia y la entrega. Por eso le rogamos que afirme nuestra fe y
confianza en su providencia y amor, así como nuestra perseverancia en el
cumplimiento de sus mandatos y en el servicio y amor al prójimo.
Señor, nos acogemos confiadamente a tu providencia, que nunca se equivoca,
y te suplicamos que apartes de nosotros todo mal
y nos concedas aquellos beneficios que pueden ayudarnos
para la vida presente y la futura.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
7. El mal: un encuentro difícil del hombre con el Señor.
La pandemia que estamos atravesando ha puesto de
manifiesto y nos ha hecho sentir, colectivamente e individualmente, la
fragilidad de la vida humana. No es el coronavirus que la ha hecho frágil, sino
que al salir de lo habitual y al ser una situación global, que la sociedad no
estaba preparada para conducir, se pone de manifiesto la debilidad de nuestra
condición humana.
En el orden de la fragilidad de la vida, tanto las
enfermedades como la muerte nos acechan continuamente.
Esta situación nos provoca, porque la cultura común
dominante tiende a quitar la muerte de la reflexión y de la vida, porque no
tiene respuesta para ella. La continua imagen de la muerte, sea por los hechos,
sea por la información, sea por las imágenes, tiende a borrar la realidad
existencial, personal de la muerte: son tantas las muertes, que no tiene
importancia vital la muerte, no es de alguien.
Por otro lado, la cultura generalizada esconde la pregunta sobre la
muerte, que cuestiona todo el sentido de la vida. Se presenta la existencia
humana como si no estuviera hipotecada por la muerte, que pone en cuestión el
sentido del valor absoluto del bien, que hace lábil el amor, la entrega, la
fidelidad. Por un lado, se habla en nuestra vida como si no hubiera muerte,
como si ésta fuera un accidente hipotético, por el otro se trata de naturalizar
el morir, como si no importara, como si no cuestionara la validez de lo que
hacemos y somos.
Es verdad que la muerte tiene una dimensión natural. La muerte es la
finitud del hombre y hace posible la sucesión de las generaciones. Pero, por
otra parte, el hombre puede preguntarse por la muerte, por el más allá, por el
sentido de una vida abocada a la nada; por el valor de la justicia, del mérito
de la virtud, ante la pérdida de la existencia. El dolor y la muerte tienen una
profundidad única en la existencia humana. No podemos dejar de percibir nuestra propia
muerte, ni la muerte de los seres queridos, ni la caducidad de la existencia
humana.
Así juntamente con la presencia real y simbólica de la muerte por el
coronavirus, se presenta la enfermedad, el dolor, la inseguridad ante el mal
propia de toda la vida de la persona humana y nos plantea también la pregunta
sobre Dios creador providente y el mal: ¿cómo es que Él permita el mal?
Digámoslo de entrada, la comprensión del mal – en sus diferentes
órdenes – nunca es acabada, porque nuestra mente, nuestro corazón, están
dirigidos hacia la verdad y el bien. Por lo tanto sólo acercamos alguna luz a la
oscuridad del mal.
Hay que distinguir el mal de la mera limitación. A veces llamamos mal
simplemente a no poseer en mayor medida un bien limitado que desearíamos tener.
Son limitaciones no propiamente el mal. Aún más, en otras ocasiones llamamos
mal, a lo que nuestra avaricia o nuestro deseo querrían poseer. No hablamos de ello aquí.
Con el conjunto de la revelación podemos afirmar que el mal, la
enfermedad, la muerte, en sí mismas son contrarias a la voluntad de Dios, a su
designio total y definitivo, que es hacernos participar de su bienaventuranza,
de su beatitud, de su gloria y felicidad.
Según el designio primero del
plan de Dios y la bondad original del hombre su fin no es que éste tuviera una
vida indefinida sobre la tierra. Esta especie de limbo, si fuera sin límite en
el futuro, sería, aún sin dolor, una especie de jaula de oro. En este sentido,
también la muerte tiene una dimensión de
liberación para el hombre.
La vida infinita sólo tiene
sentido y es una plenitud más allá de esta vida temporal si no es simplemente
la proyección de esta vida temporal y limitada, sino la participación en otra
‘calidad de vida’, es decir la participación de la inagotable verdad, bondad,
belleza de ver a Dios: poseer y ser poseído por la comunión con Él, y en Él con
todos los Bienaventurados, que entran en la relación con el Padre, por el Hijo
en el Espíritu Santo.
En ese marco, las Sagradas Escrituras ponen la muerte y el mal en
relación con el pecado del hombre. La muerte aparece como enemiga de Dios, que
entró en el mundo por el pecado, por la opción a desgajarse del don de Dios, el
único que posee por sí la inmortalidad, y elegir ser inmortales en el pecado,
por nosotros mismos. Este engaño inducido por el demonio, que es homicida desde
el principio, introduce la muerte. Desde este punto de vista la muerte – tal
cual la conocemos y experimentamos - es fruto del pecado y está ligada con él.
La universalidad de la muerte manifiesta la universalidad del reino del pecado,
incluso más allá del pecado cometido por el libre albedrío personal.
Por otra parte, la situación extrema que vivimos de ningún modo debe hacer olvidar tantos otros
sufrimientos, muchos de los cuales son fruto del desorden y del pecado. Los
pecados actuales, las injusticias presentes, tanto en acciones personales, como
en la organización de la sociedad están patentes.
No es este el lugar de elencar aquí toda la violencia, la injusticia,
que conocemos en el diario vivir. Sí se nos vuelve más fuerte el llamado a la
conversión, el llamado a colaborar con una sociedad más justa y respetuosa de
cada persona y cada grupo.
La pandemia ha mostrado graves desequilibrios de nuestro país y
situaciones sumamente penosas para muchos conciudadanos. Las acciones de ayuda
inmediata son muy loables y necesarias, pero no ocultan la persecución de fines
sociales y comunes.
Tampoco debemos olvidar males atroces enquistados ya hasta en la misma
legislación y conducta, como es la
propagación y difusión de los abortos. No se trata de una cuestión teórica
sobre ‘el aborto’ sino de cada ser humano vivo que es destruido, matado, antes
de nacer. No puede haber una sociedad justa sin el cuidado del hijo por nacer,
que está en el seno de la madre.
En esa misma cultura de la muerte se promueve la eutanasia, o sea la
muerte provocada del que puede vivir.
Es patente la contradicción entre todos los esfuerzos porque la
epidemia actual no tenga más víctimas y los servicios médicos dedicados a
procurar miles de abortos. Esta realidad clama al cielo.
En todo esto vemos que Dios padece el mal que los hombres infligimos y
que son el pecado y sus consecuencias y se presenta como salvador y liberador
de la humanidad esclava del pecado y la muerte.
Dios
nuestro,
que
para librar a la humanidad
de
la antigua esclavitud del pecado
enviaste
a tu Unigénito a este mundo,
concede
a los que esperamos con fe el don de tu amor,
alcanzar
la recompensa de la libertad verdadera.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Sin embargo, aun cuando la muerte forma una unidad con el pecado, Dios
la vuelve también camino de salvación.
En el capítulo 9 del Evangelio según San Juan, los discípulos le
pregunta a Jesús con respecto al ciego de nacimiento: ¿quién pecó este o sus
padres para que naciera ciego? Jesús contesta: Ni el pecó, ni sus padres; es
para que se manifiesten en él las obras de Dios.
No debe entenderse esta manifestación de la gloria de Dios, de un modo
utilitarista por parte de Dios, ni mucho menos que el Omnipotente deba hacerse
propaganda en la debilidad de sus hijos. No. En la inmensidad de la providencia
amorosa de Dios su gloria consiste en comunicar su amor y, por encima de todo,
la invitación al hombre a la comunión con él. En la curación del ciego de
nacimiento, por un lado se revela la presencia del Hijo enviado por Dios a los
hombres y, por el otro, el bien mayor de los hombres que es la fe, el encuentro
con Dios. Jesús, luz del mundo, ilumina y quita la ceguera del corazón a los
humildes, permitiéndoles como al ciego encontrarse con él. Por eso, el que
nació ciego, no sólo recibió el don de ver con sus ojos, sino que con la luz de
la fe se encuentra con Jesús: creo, Señor, y se postró ante Él. La gloria de
Dios manifestada en la curación del ciego es anuncio de gracia y luz para la
ceguera de todos los hombres llamados a dejarse iluminar por la fe.
La última iluminación de la realidad de la enfermedad y de la muerte
del ser humano, con su dimensión personal y comunitaria, nos la da Jesucristo.
Por un lado, al hacerse hombre el hijo de Dios sin dejar de ser Dios
con el Padre, asume nuestra naturaleza humana en condición mortal. Se hizo en
todo semejante a nosotros y fue probado en todo, excepto en el pecado, y por
eso puede compadecerse de nosotros (He 4,15).
De esta forma, de una manera que habría sido inimaginable Dios, que no
sólo no puede morir sino que no puede ser afectado por la muerte, la asume y
comparte en la carne de Cristo nuestra muerte. “El mismo tomó nuestras
enfermedades, y llevó nuestras dolencias” (Is. 53, 4, Mt 8,16).
Jesús tuvo una especial compasión con los enfermos. Él se acercó a los
leprosos. Él se conmovió en sus entrañas y lloró compartiendo los sentimientos
de sus queridas Marta y María, junto a la tumba de su amigo Lázaro, de tal modo
que los presentes exclamaron: Miren cómo lo quería (cf Jn 11,36). A Marta,
hermana de Lázaro muerto, Jesús le afirma: no te he dicho que si crees verás la
gloria de Dios (Jn 11,40).
En la cumbre de su cercanía y de su amor, Jesús llevó sobre sí nuestra
muerte, tanto en su realidad física, anímica, y sobre todo cargando con nuestro
pecado. Así la muerte de Jesús transforma la realidad de nuestra muerte. No le
quita su dolor. No es una simple respuesta de final feliz, como una película.
Su muerte, su pasión libremente aceptada, nos libera del pecado y de la muerte
y nos abre el camino de la vida y la resurrección. “Él es el verdadero Cordero
que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando
restauró la vida” (Prefacio I de Pascua).
Así la pasión y la muerte de Cristo se convierte en la fuente de todo
perdón y toda gracia, el Evangelio del amor del Padre y también la senda de
nuestra configuración con Él por nuestra propia cruz.
El dolor, el sufrimiento y la misma muerte, sin dejar de ser lo que
son, se vuelven camino de conversión, de cambio, de encuentro con Cristo, de
fecundidad misteriosa.
Es frecuente en la revelación la relación entre castigo y culpa, aunque
también está la advertencia de que no conocemos esa relación, para que no
adjudiquemos nosotros el juicio de Dios según sea el padecimiento (cf Lc
13,1-4). Aún si el sufrimiento en esta vida pueda ser un castigo merecido por
los pecados, siempre ha de ser entendido dentro de la voluntad salvadora de
Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad (1 Tim 2,4). Aún si fuera un
castigo divino en algún caso siempre es un medio para llevarnos a la salvación. La Providencia que nos atrae a la verdad y la
vida, en una participación de la cruz de Cristo.
Él puede decirnos: “Yo reprendo y castigo a todos los
que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete” (Ap 3,19).
Hoy quisiera con San Pablo confirmar los ánimos de todos los
discípulos, exhortándoles a que permanezcan en la fe, y enseñándoles que es necesario
que por muchas tribulaciones entremos en el Reino de Dios (cf He 14,22).
Oremos
Dios
nuestro, que por un misterioso designio has dispuesto completar la Pasión de tu
Hijo con los sufrimientos y los dolores de los hombres,
te
pedimos que, así como has querido que la Virgen Madre estuviera junto al Hijo
moribundo para participar de sus dolores,
también
nosotros, imitando a la Virgen, acompañemos generosamente a tantos hermanos que
sufren, para llevarles tu amor y tu consuelo.
Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
El tiempo de pandemia ha sido un tiempo especial de oración, de
súplica. En esto también se parece mucho la cuarentena a la cuaresma, tiempo en
que se nos invita a la oración.
Jesús nos ha enseñado: “pedid y recibiréis, llamar y se os abrirá,
buscad y hallaréis, Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla;
y al que llama, se abre” (Mt 7,7). Por eso, ante todo mal y en este caso en
tiempo de epidemia, tenemos que rezar y
pedir al Señor que nos libre de ella y de todos los males. Debemos rezar
con perseverancia como nos enseña el Maestro con sus parábolas del amigo y de
la viuda insistentes (Lc 11,8; 18,1-7). Pero la mayor exigencia de la oración
es esa: la fidelidad a ella, en la fe y esperanza.
La oración de petición tiene su modelo en la oración de los salmos, en
la oración de la Iglesia, y sobre todo en la oración de Jesús. Es parte del
alma de todo creyente.
No rezamos porque pensemos que Dios no esté enterado o porque tengamos que
doblarle la mano para obtener su ayuda. Sabemos
y creemos que Dios providente sabe y tiene todo en sus manos, que el Padre sabe
todo lo que necesitamos. Al contrario la oración es expresión de nuestra
confianza en Dios. Al mismo tiempo
interpreta, manifiesta nuestra esperanza y nos mantiene en esa
esperanza.
El mismo Dios ha establecido la ley de la oración, no como un magnate
que quiera que nos arrastremos ante su poder, sino como un padre que nos ofrece
en toda circunstancia su relación paternal, amorosa, fiel para con nosotros y
nos da la posibilidad de una relación filial y estrecha con él.
En este sentido, la oración de súplica en primer lugar nos permite
vivir como hijos de Dios, que sabemos que cuida de nosotros, que nos protege, que
saca del mal bien, que tanto amó al mundo que entregó a su Hijo unigénito.
La oración de súplica aún continuada, repetida, no pretende forzar a
Dios, ni creer que nosotros conocemos nuestro bien mejor que él, sino que una y
otra vez según lo que nos parece, según nuestros sentimientos, nos ponemos en
manos del Padre.
En toda oración filial, en Jesucristo el unigénito, abrimos ante el Padre
nuestro corazón y al mismo tiempo le decimos que se haga su voluntad y no la
nuestra.
La oración de súplica incluye la humildad y la conciencia de que en
verdad no sabemos pedir lo que nos conviene. Ni siquiera sabemos cuál es
nuestro bien inmediato, mucho menos nuestra situación ante la vida eterna. ¿Es
verdad que es mejor absolutamente – es decir ante la salvación eterna – que no
me muera hoy? No lo sé. ¿Es mejor para los demás? Tampoco lo sé.
También la oración creyente expresa que los bienes temporales,
limitados, están orientados al bien supremo de la salvación eterna.
Oremos.
Dios nuestro, fuerza de los que en ti esperan,
escucha con bondad nuestras súplicas,
y pues el hombre es frágil y sin ti nada puede,
concédenos gracia de cumplir tus mandamientos
para agradarte con nuestras acciones y deseos.
Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Se da que algunos objetan la oración de petición, o se alejan de ella,
porque entiende que todas las cosas suceden según las leyes de la naturaleza y
que no es posible que sean alteradas. Por ello no tendría sentido pedirle a
Dios que nos libre de la pandemia, que nos cure, que nos sane, porque las cosas
sucederán según está determinado.
Recordemos lo que ya dijimos con respecto a la oración de súplica: su
finalidad no es cambiar la voluntad de Dios, ni ponerlo a prueba de que debe darme
lo que yo espero.
Pero la objeción en su contenido racional se basa en una falta de
razonamiento y de conocimiento. En primer lugar el hablar de leyes de la
naturaleza es un modo de ordenar las cosas de nuestra mente, tomando como
comparación nuestra libertad que se ordena por leyes. La naturaleza, o sea los
seres naturales cada uno y su conjunto, tienen un determinado ser que obra
según ha sido creado por la sabiduría de Dios. La repetición de su forma de
existir y actuar permite prever cómo seguirán actuando en una complejidad que
nunca abarcamos del todo.
Pero sobre todo la falta de razón consiste en no entender rectamente,
en cuanto está en nuestras posibilidades, el obrar propio de Dios. Dios en su
omnipotencia no está sujeto a las leyes de la naturaleza. Es al contrario: los
seres están sujetos a la potencia creadora de Dios y su sabiduría. Lo que
llamamos leyes de la naturaleza es la expresión de la Providencia de Dios que
crea a los seres y les da verdadera consistencia. La creatura se desvanece
si Dios le retira el ser.
La acción divina es más interna al mismo ser, porque lo está haciendo
existir y si quiere, por decirlo a modo humano, conducir ese ser hacia otra
dirección, no lo empuja desde fuera, ni le agrega un pedazo de otra cosa, sino
que hace que sea lo que es.
Sólo un uso de la razón muy limitado, que concibe todo de modo
materialista, mecanicista, ve la potencia divina como una intervención externa
al ser concreto. No puede concebir aún a tientas que Dios, tanto cuando crea,
como cuando sostiene en el ser que obra según su realidad, lo mismo cuando lo
dirige según su realidad, puede conducirlo hacia donde él quiere, desde el
mismo ser.
Desde la observación
fenomenológica la razón científica no puede, ni tiene por qué poder, notar la
causalidad divina. Eso es propio de la razón metafísica, que tiene validez en
su propio nivel.
Dios, por ejemplo cuando hace un
milagro, no obra desde fuera sobre ese ser, cómo quién pone una inyección,
quién corta con un bisturí, quién introduce una prótesis. Esas acciones que pueden
ser hechas de modo admirable, ahora ayudadas por la tecnología refinada, son
todas agregados, modificaciones desde el exterior, aún la más microscópica y
aún en los propios genes. En cambio Dios
que está sosteniendo y guiando el ser mismo de esa creatura la desarrolla desde
dentro. La observación fenomenológica
sólo podrá observar el hecho, no la causalidad, porque escapa a su observación.
Por eso, Dios pues puede hacer milagros, incluso puede propiamente
resucitar muertos, así como crea de la nada.
Así, pues, nosotros podemos pedir y esperar la conducción providente de
Dios sobre la enfermedad, la vida y la muerte. Por otra parte, Dios en su
providencia amorosa ciertamente se sirve de las causas segundas creadas, sean
inconscientes, sean libres.
Por eso, también, así como pedimos, también damos gracias a Dios por la
victoria sobre el mal. No hay oposición entre los remedios y acciones médicas,
las disposiciones de las autoridades, la conducta de los ciudadanos y la
Providencia de Dios.
Sin lugar a dudas, el
anuncio evangélico del que partimos nos
enfoca a la segunda venida del Señor Jesús, que es la verdadera clave
de sentido de la existencia humana, del plan de Dios, de la libertad, del
dolor, del perdón y de la gracia.
La experiencia de la pandemia puede
llevarnos a la desesperación, a perdernos en la distracción y en la banalidad,
o puede hacer que respondamos al llamado
evangélico: “cobrad ánimo y
levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación" (Lc 21,28).
La
venida definitiva de Cristo, el juicio final, la resurrección de los muertos y
la vida del mundo futuro han de estar bien en nuestra mirada para salir al
encuentro del Señor. Debemos levantar la cabeza a la esperanza que Dios nos ha
prometido. Iluminamos el presente con
esa esperanza, para no desfallecer, para alegrarnos en la esperanza
–pues en esperanza hemos sido salvados – para entregarnos a la comunión con
Cristo sufriente, para darnos en el amor a los hermanos, en el servicio
sincero.
Cristo esperanza de la
gloria no es un final feliz de la película para que no sea tan dramática. No.
La esperanza de la gloria es la verdad del amor del Padre, es la gloria del
crucificado, es la realización plena de nuestra persona y de nuestra vida. Es
la plenitud de verdad y de sentido, de encuentro y amor para lo que fuimos
creados.
Por ello, mis hermanos,
debemos vivir, orar, entregarnos, sufrir, mantenernos fieles de palabra y
testimonio, de oración y de actuar, como quienes de verdad esperamos a Cristo,
y salimos a su encuentro vigilantes en la oración y en la entrega.
Dios todopoderoso,
concede a tu pueblo
esperar vigilante la venida de tu Unigénito,
para que nos apresuremos
a salir a su encuentro
con las lámparas
encendidas,
como nos enseñó nuestro
Salvador.
Él, que vive y reina por
los siglos de los siglos. Amén.
La
Liturgia y en particular la Santa Misa no agotan la vida de la Iglesia y del
cristiano, porque es en cada momento y situación que se nos da la gracia no sólo de creer en Cristo, sino también
de padecer por él (cf Fil 1,29). La
respuesta al llamado del Padre se realiza en la oración cotidiana, en el
servicio a los hermanos, en el sufrimiento asumido con Jesús, en el
cumplimiento fiel de la misión que se nos ha encomendado, en la familia, en la
Iglesia, en la sociedad toda.
Sin embargo, es la Eucaristía la plenitud de
realidad y de significado. Cristo que vendrá en gloria y majestad, a cuyo
encuentro salimos en esperanza, se hace presente de muchas formas en la
Iglesia, pero la máxima es la celebración de la Eucaristía: ahí de algún modo
se da el cielo en la tierra, la comunión con Cristo, la efusión del Espíritu,
el culto perfecto al Padre con los ángeles.
Si
en la Eucaristía está y se entrega Cristo, que es toda la gracia y el don de
Dios, en ello mismo se nos regala la libertad de poder entregarnos con Cristo
al Padre, de ofrecernos en la súplica más pura y en la acción de gracias más
total.
En
la Misa se realiza el encuentro y la unión total de Cristo esposo, que viene y
santifica a la Iglesia para unirla consigo en un solo cuerpo, en un solo
sacrificio de alabanza y adoración al Padre en la unidad del Espíritu Santo.
La
Eucaristía anticipo de la eternidad, es consuelo en la tristeza, alimento en el
camino, efusión de gracia y caridad, comunión con Cristo y con los hermanos.
Quiero
invitarlos a mirar todo el misterio eucarístico, cada uno atendiendo a aquello
que mira menos. Sobre todo, los invito a mirar la Santa Misa como participación
de la Liturgia celestial[4]. La
Eucaristía es un anticipo de la vida eterna, que hace crecer la esperanza y nuestro
deseo del encuentro definitivo con Cristo, que nos dé los sentimientos y
pensamientos de la Iglesia Esposa que clama. “El Espíritu y la Esposa dicen:
¡Ven! Y el que oiga diga: ¡Ven!... dice el que da testimonio de todo esto: Sí,
vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap
22, 17.20).
hacemos memoria de su pasión,
el alma se llena de gracia
y se nos da la prenda de la futura
inmortalidad.
Quisiera,
mis hermanos, dejarles para su pensamiento la realidad de la Eucaristía como
acto de culto perfecto de la Iglesia asociada por Cristo a su propia
glorificación del Padre. Los dos fines de la Liturgia y en particular de la
Santa Misa son: por un lado nuestra salvación y divinización, y, sobre todo, el
culto del Padre, la gloria de la Trinidad.
La
Iglesia desde los apóstoles tiene la conciencia de que por Jesucristo participa
del culto al Padre en Espíritu y en Verdad (cf Jn 4,23). La Iglesia Católica y
Apostólica en todos los tiempos proclama que su culto no es la proyección de la
propia imaginación, ni de las propias ideas acerca de Dios. La comunidad de la
Iglesia se sabe fundada por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Hijo
del Padre nacido antes de todos los siglos.
El
culto al Padre fue realizado perfectamente por Jesucristo, ofreciéndose a sí
mismo en la cruz. Resucitado de entre los muertos y glorificado Jesucristo ha
entrado en el santuario celestial, no edificado por mano humana, sino en la
misma presencia del Padre (cf He 9,24). Allí como Sacerdote y Cordero eterno es
el intercesor perpetuo por la salvación de los hombres, que derrama el Espíritu
Santo para el perdón de los pecados y lleva a perfección a los que ha
santificado, al tiempo que se ofrece como víctima perpetua de reconciliación y
de alabanza al padre.
El
culto de la Iglesia se lo ha entregado Jesucristo y ella lo hace en comunión
con Él. Por eso, desde siempre y en todo momento la Iglesia tiene la conciencia
de qué ofrece el culto a la santísima Trinidad, al Padre por Cristo en el
Espíritu, según el derecho divino, que no le ha sido concedido por poder humano
alguno. Por eso mismo, a lo largo de los siglos, la Iglesia nunca ha dejado de
celebrar el culto, de ofrecer el sacrificio eucarístico[5],
aún en medio de las mayores dificultades y persecuciones. Lo avalan el
testimonio de los mártires de diversas épocas hasta hoy.
En
las circunstancias actuales la Iglesia tampoco ha cesado de ofrecer el Sacrificio
Eucarístico cada día del Señor o Domingo, así como cotidianamente. Sin embargo,
al comienzo de la pandemia, en nuestra Diócesis, en comunión con los obispos
del país, para colaborar libremente con las autoridades, el Obispo, sin
desautorizar la participación en la Eucaristía dominical, levantó la obligación
del precepto dominical en favor de los fieles.
Las
iglesias parroquiales de la Diócesis de Canelones siempre estuvieron abiertas,
los sacerdotes recibieron a los fieles con los sacramentos y las demás formas
pastorales. Se atendieron a los enfermos en la medida de lo requerido y se
asistieron a los entierros. A su vez se multiplicaron distintas formas de
cercanía, de presencia, de acompañamiento de los fieles y de atención en
caridad a los necesitados.
En esta Diócesis nunca estuvieron prohibidas
las misas con presencia de fieles, aunque se previeron las posibles y
razonables excepciones. El obispo mismo siempre celebró la misa dominical con
presencia de fieles y animó a hacerlo. Puedo decir que me alegra que en la
mayoría de los lugares se haya sido prudente, en el sentido pleno del término.
Se hizo uso de la debida responsabilidad y se mantuvo el culto público y
abierto a los fieles que consideraran que podían y debían participar. Al mismo
tiempo se respetaron los caminos diversos de párrocos, comunidades y personas
para que hicieran su proceso. Sí, y siempre con mayor precisión, se señalaron
las necesarias y debidas precauciones para evitar en lo posible el contagio.
Hemos
de procurar que la excepción de este tiempo en que el mismo obispo levantó la
obligación de precepto de participación de la misa dominical - al que como a
todo precepto positivo le caben sus excepciones – no haya menoscabado el
aprecio y la conciencia del deber de fe y amor, de salir al encuentro de Cristo
que viene en la Santa Misa del Domingo. La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de
Cristo – de Corpus Christi – siempre es ocasión de renovar nuestra fe, nuestra
veneración y adoración de Cristo en la Eucaristía y de unirnos a él en la
celebración de la Misa.
Es
necesario que todos, formando debidamente su conciencia en la situación
concreta, consideren el don y la responsabilidad de participar en el culto, en
la Santísima eucaristía, en la cual se actualiza la obra de la redención, para
nuestro bien, para el bien de toda la iglesia, para la salvación del mundo y
para la mayor gloria de la Santísima Trinidad.
Aprovecho
la ocasión para recordar que para la recibir la Sagrada Comunión se necesita la
debida preparación y estar en estado de gracia, es decir, sin pecado mortal que
no haya sido absuelto. Los sacerdotes han estado disponibles todo este tiempo y
lo estarán también en adelante para la celebración del sacramento de la
confesión o reconciliación.
Cierro
esta reflexión con la Oración Colecta de la Misa de la Solemnidad de Corpus
Christi, del cuerpo y la sangre de Cristo, que invito a que recemos de corazón.
Oh Dios, que nos dejaste en este
admirable sacramento
el memorial perpetuo de tu
pasión,
concédenos venerar de tal modo
los sagrados misterios
de tu cuerpo y de tu sangre,
que experimentemos sin cesar los frutos de tu redención,
tú que vives y reinas con el
Padre en la unidad del Espíritu Santo
y eres Dios por los siglos de los
siglos. Amén.
Los
bendigo en el nombre del Señor e invoco a María, Nuestra Señor de
Guadalupe, mujer eucarística sobre toda
nuestra Diócesis
+ Alberto, amicus Sponsi, obispo de Canelones
[1] San Agustín, Conf 10,6: “Yo pregunté a la tierra y respondió: «No soy yo eso»; y cuantas cosas
se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Preguntéle al mar y a los
abismos, y a todos los animales que viven en las aguas y respondieron: «No
somos tu Dios; búscale más arriba de nosotros». Pregunté al aire que respiramos
y respondió todo él con los que le habitan: «Anaxímenes [filósofo del siglo VI
a. de C. que enseñaba que el aire es infinito y principio de todas las cosas]
se engaña porque no soy tu Dios». Pregunté al cielo, Sol, Luna y estrellas, y
me dijeron: «Tampoco somos nosotros ese Dios que buscas». Entonces dije a todas
las cosas que por todas partes rodean mis sentidos: «Ya que todas vosotras me
habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él». Y con una
gran voz clamaron todas: «Él es el que nos ha hecho»… Esta hermosura y
orden del universo, ¿no se presenta igualmente a todos los que tienen cabales
sus sentidos? Pues ¿cómo a todos no les responde eso mismo? Todos los
animales, desde los más pequeños hasta los mayores, ven esta hermosa máquina
del universo, pero no pueden hacerle aquellas preguntas, porque no tienen
entendimiento, que como superior juzgue de las noticias y especies que traen
los sentidos. Los hombres sí que pueden ejecutarlo, y por el
conocimiento de estas criaturas visibles pueden subir a conocer las
perfecciones invisibles de Dios”
[2]
Carta Pastoral de Mons. Alberto Sanguinetti, La Palabra de Dios, Jesucristo, en
el corazón de La Iglesia, n.1.
[3] San Agustín, Conf 1,1: “Nos
hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en Ti”.
[4] SC 8. “En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella
Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la
cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de
Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor
el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los
santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al
Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y
nosotros nos manifestamos también gloriosos con El”.
[5] SC 106: “La Iglesia, por una tradición apostólica, que trae su origen
del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada
ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o
domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la
palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la
Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los «hizo
renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los
muertos» (1 Pe, 1,3). Por esto el domingo es la fiesta primordial, que
debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea
también día de alegría y de liberación del trabajo”.
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