Es un poco largo, pero creo que muy sabio.
Vale la pena leer una reflexión que mira el conjunto
y que tiene un juicio superior a la repetición de lugares
comunes.
Vale la pena leer una reflexión que mira el conjunto
y que tiene un juicio superior a la repetición de lugares
comunes.
El Papa Emérito Benedicto XVI
publicó el texto “La Iglesia y los abusos sexuales”, en el que ofrece sus
reflexiones sobre la actual situación eclesial y expone sus propuestas para
enfrentar esta grave crisis.
El texto (escrito en alemán)
está dividido en tres partes. En la primera presenta el contexto histórico
desde la década de 1960, en la segunda se refiere a los efectos en la vida de
los sacerdotes y en la tercera hace una propuesta para una adecuada respuesta
de la Iglesia.
Originalmente iba a ser publicado
en Semana Santa por el Klerusblatt, periódico mensual para el clero en la
mayoría de diócesis bávaras de Alemania; sin embargo fue filtrado este
miércoles 10 de abril por el New York Post.
ACI Prensa ofrece la
traducción al español del documento, que constituye el aporte que ofrece
Benedicto XVI para “ayudar en esta hora difícil” de la Iglesia, como el mismo
Papa Emérito escribe.
A continuación, el texto
completo del Papa Emérito Benedicto XVI:
La Iglesia y el escándalo del
abuso sexual
Del 21 al 24 de febrero, tras la invitación del Papa Francisco, los
presidentes de las conferencias episcopales del mundo se reunieron en el
Vaticano para discutir la crisis de fe y de la Iglesia, una crisis palpable en
todo el mundo tras las chocantes revelaciones del abuso clerical perpetrado
contra menores. La extensión y la gravedad de los incidentes reportados han
desconcertado a sacerdotes y laicos, y ha hecho que muchos cuestionen la misma
fe de la Iglesia. Fue necesario enviar un mensaje fuerte y buscar un nuevo
comienzo, para hacer que la Iglesia sea nuevamente creíble como luz entre los
pueblos y como una fuerza que sirve contra los poderes de la destrucción.
Ya que yo mismo he servido en una posición de responsabilidad como
pastor de la Iglesia, en una época en la que se desarrolló esta crisis y antes
de ella, me tuve que preguntar –aunque ya no soy directamente responsable por
ser emérito– cómo podía contribuir a ese nuevo comienzo en retrospectiva.
Entonces, desde el periodo del anuncio hasta la reunión misma de los
presidentes de las conferencias episcopales, reuní algunas notas con las que
quiero ayudar en esta hora difícil. Habiendo contactado al Secretario de Estado
del Vaticano, Cardenal (Pietro) Parolin, y al mismo Papa Francisco, me parece
apropiado publicar este texto en el "Klerusblatt".
Mi trabajo se divide en tres partes.
En la primera busco presentar brevemente el amplio contexto del asunto,
sin el cual el problema no se puede entender. Intento mostrar que en la década
de 1960 ocurrió un gran evento, en una escala sin precedentes en la historia.
Se puede decir que en los 20 años entre 1960 y 1980, los estándares vigentes
hasta entonces respecto a la sexualidad colapsaron completamente, y surgió una
nueva normalidad que hasta ahora ha sido sujeto de varios y laboriosos intentos
de disrupción.
En la segunda parte, busco precisar los efectos de esta situación en la
formación de los sacerdotes y en sus vidas.
Finalmente, en la tercera parte, me gustaría desarrollar algunas
perspectivas para una adecuada respuesta por parte de la Iglesia.
I. Las décadas del 60 y más.
(1) El asunto comienza con la introducción de los niños y jóvenes en la
naturaleza de la sexualidad, algo prescrito y apoyado por el Estado. En
Alemania, la entonces ministra de salud, (Käte) Strobel, tenía una película en
la que todo lo que antes no se permitía enseñar públicamente, incluidas las
relaciones sexuales, se mostraba ahora con el propósito de educar. Lo que al
principio se buscaba que fuera solo para la educación sexual de los jóvenes, se
aceptó luego como una opción factible.
Efectos similares se lograron con el "Sexkoffer" publicado por
el gobierno de Austria (N. DEL T. Materiales sexuales usados en los colegios
austríacos a fines de la década de 1980). Las películas pornográficas y con
contenido sexual se convirtieron entonces en algo común, hasta el punto que se
transmitían en pequeños cines (Bahnhofskinos) (N. del T. cines baratos en
Alemania que proyectaban pequeñas cintas cerca a las estaciones de tren).
Todavía recuerdo haber visto, mientras caminaba un día en la ciudad de
Ratisbona, multitudes haciendo cola ante un gran cine, algo que habíamos visto
antes solo en tiempos de guerra, cuando se esperaba una película especial.
También recuerdo haber llegado a la ciudad el Viernes Santo de 1970 y ver en
las vallas publicitarias un gran afiche de dos personas completamente desnudas
y abrazadas.
Entre las libertades por las que la Revolución de 1968 peleó, estaba la
libertad sexual total, una que ya no tuviera normas. La voluntad de usar la
violencia, que caracterizó esos años, está fuertemente relacionada con este
colapso mental. De hecho, las cintas sexuales ya no se permitían en los aviones
porque podían generar violencia en la pequeña comunidad de pasajeros. Y dado que
los excesos en la vestimenta también provocaban agresiones, los directores de
los colegios hicieron varios intentos para introducir una vestimenta escolar
que facilitara un clima para el aprendizaje.
Parte de la fisonomía de la Revolución del 68 fue que la pedofilia
también se diagnosticó como permitida y apropiada.
Para los jóvenes en la Iglesia, pero no solo para ellos, esto fue en
muchas formas un tiempo muy difícil. Siempre me he preguntado cómo los jóvenes,
en esta situación, se podían acercar al sacerdocio y aceptarlo con todas sus
consecuencias. El extenso colapso de las siguientes generaciones de sacerdotes
en aquellos años y el gran número de secularizaciones fueron una consecuencia
de todos estos desarrollos.
(2) Al mismo tiempo, independientemente de este desarrollo, la teología
moral católica sufrió un colapso que dejó a la Iglesia indefensa ante estos
cambios en la sociedad. Trataré de delinear brevemente la trayectoria que
siguió este desarrollo.
Hasta el Concilio Vaticano II, la teología moral católica estaba
ampliamente fundada en la ley natural, mientras que las Sagradas Escrituras se
citaban solamente para tener contexto o justificación. En el empeño del
Concilio por un nuevo entendimiento de la Revelación, la opción por la ley
natural fue ampliamente abandonada, y se exigió una teología moral basada
enteramente en la Biblia.
Aún recuerdo cómo la facultad jesuita, en Frankfurt, entrenó al joven e
inteligente Padre (Schüller) con el propósito de desarrollar una moralidad
basada enteramente en las Escrituras. La bella disertación del Padre (Bruno)
Schüller muestra un primer paso hacia la construcción de una moralidad basada
en las Escrituras. El Padre fue luego enviado a Estados Unidos y volvió
habiéndose dado cuenta de que solo con la Biblia la moralidad no podía
expresarse sistemáticamente. Luego intentó una teología moral más pragmática,
sin ser capaz de dar una respuesta a la crisis de moralidad.
Al final, prevaleció principalmente la hipótesis de que la moralidad
debía ser exclusivamente determinada por los propósitos de la acción humana. Si
bien la antigua frase “el fin justifica los medios” no fue confirmada en esta forma
cruda, su modo de pensar sí se había convertido en definitivo.
En consecuencia, ya no podía haber nada que constituyera un bien
absoluto, ni nada que fuera fundamentalmente malo; (podía haber) solo juicios
de valor relativos. Ya no había bien (absoluto), sino solo lo relativamente
mejor o contingente en el momento y según las circunstancias.
La crisis de la justificación y la presentación de la moralidad católica,
llegaron a proporciones dramáticas al final de la década de 1980 y en la de
1990. El 5 de enero de 1989 se publicó la “Declaración de Colonia”, firmada por
15 profesores católicos de teología. Se centró en varios puntos de la crisis en
la relación entre el magisterio episcopal y la tarea de la teología. (Las
reacciones a) este texto, que al principio no fue más allá del nivel usual de
protestas, creció muy rápidamente y se convirtió en un grito contra el magisterio
de la Iglesia y reunió, clara y visiblemente, el potencial de protesta global
contra los esperados textos doctrinales de Juan Pablo II. (cf. D. Mieth, Kölner
Erklärung, LThK, VI3, p. 196) (N. del T. El LTHK es el Lexikon für Theologie
und Kirche, el Lexicon de Teología y la Iglesia, cuyos editores incluían al
teólogo Karl Rahner y al Cardenal alemán Walter Kasper).
El Papa Juan Pablo II, que conocía muy bien y que seguía de cerca la
situación en la que estaba la teología moral, comisionó el trabajo de una
encíclica para poner las cosas en claro nuevamente. Se publicó con el título de
Veritatis splendor (El esplendor de
la verdad) el 6 de agosto de 1993 y generó diversas reacciones vehementes por
parte de los teólogos morales. Antes de eso, el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) ya había presentado
persuasivamente y de modo sistemático la moralidad, como es proclamada por la
Iglesia.
Nunca olvidaré cómo el entonces líder teólogo moral de lengua alemana,
Franz Böckle, habiendo regresado a su natal Suiza tras su retiro, anunció con
respecto a la Veritatis splendor que
si la encíclica determinaba que había acciones que siempre y en todas
circunstancias podían clasificarse como malas, entonces él la rebatiría con
todos los recursos a su disposición.
Fue Dios Misericordioso quien evitó que pusiera en práctica su
resolución, ya que Böckle murió el 8 de julio de 1991. La encíclica fue
publicada el 6 de agosto de 1993 y efectivamente incluía la determinación de
que había acciones que nunca pueden ser buenas.
El Papa era totalmente consciente de la importancia de esta decisión en
ese momento y para esta parte del texto consultó nuevamente a los mejores
especialistas, que no tomaron parte en la edición de la encíclica. Él sabía que
no debía dejar duda sobre el hecho que la moralidad de balancear los bienes
debe tener siempre un límite último. Hay bienes que nunca están sujetos a
concesiones.
Hay valores que nunca deben ser abandonados por un valor mayor e incluso
sobrepasar la preservación de la vida física. Existe el martirio. Dios es más,
incluida la supervivencia física. Una vida comprada por la negación de Dios,
una vida que se base en una mentira final, no es vida.
El martirio es la categoría básica de la existencia cristiana. El hecho de
que ya no sea moralmente necesario en la teoría que defiende Böckle y muchos
otros, demuestra que aquí está en juego la misma esencia del cristianismo.
En la teología moral, sin embargo, otra pregunta se había vuelto
apremiante: había ganado amplia aceptación la hipótesis de que el magisterio de
la Iglesia debe tener competencia final (“infalibilidad”) sólo en materias
concernientes a la fe y que los asuntos sobre la moralidad no deben caer en el
rango de las decisiones infalibles del magisterio de la Iglesia. Hay probablemente
algo de cierto en esta hipótesis que garantiza un mayor debate, pero hay un
mínimo conjunto de cuestiones morales que están indisolublemente relacionadas
al principio fundacional de la fe y que tiene que ser defendido, si no se
quiere que la fe sea reducida a una teoría y no se la reconozca en su clamor
por la vida concreta.
Todo esto permite ver cuán fundamentalmente se cuestiona la autoridad de
la Iglesia en asuntos de moralidad. Los que niegan a la Iglesia una competencia
en la enseñanza final en esta área, la obligan a permanecer en silencio
precisamente allí donde el límite entre la verdad y la mentira está en juego.
Independientemente de este asunto, en muchos círculos de teología moral
se expuso la hipótesis de que la Iglesia no tiene y no puede tener su propia
moralidad. El argumento era que todas las hipótesis morales tendrían su
paralelo en otras religiones y, por lo tanto, no existiría una naturaleza
cristiana. Pero el asunto de la naturaleza de una moralidad bíblica no se
responde con el hecho de que para cada sola oración en algún lugar, se puede
encontrar un paralelo en otras religiones. En vez de eso, se trata de toda la
moralidad bíblica, que como tal es nueva y distinta de sus partes individuales.
La doctrina moral de las Sagradas Escrituras tiene su forma de ser única,
predicada finalmente en su concreción a imagen de Dios, en la fe en un Dios que
se mostró a sí mismo en Jesucristo y que vivió como ser humano. El Decálogo es
una aplicación a la vida humana de la fe bíblica en Dios. La imagen de Dios y
la moralidad se pertenecen y por eso se expresa en el cambio particular de la
actitud cristiana hacia el mundo y la vida humana. Además, el cristianismo ha
sido descrito desde el comienzo con la palabra hodós (camino, en griego, usado en el Nuevo Testamente para hablar
de un camino de progreso).
La fe es una travesía y una forma de vida. En la antigua Iglesia, el
catecumenado fue creado como un hábitat en el que los aspectos distintivos y
frescos de la forma de vivir la vida cristiana, eran al mismo tiempo
practicados y protegidos ante la cultura que era cada vez más desmoralizada.
Creo que incluso hoy, algo como las comunidades de catecumenado son necesarias
para que la vida cristiana pueda afirmarse en su propia manera.
II. Las reacciones eclesiales
iniciales.
(1) El proceso largamente preparado y en marcha para la disolución del
concepto cristiano de moralidad estuvo marcado, como he tratado de demostrar,
por la radicalidad sin precedentes de la década de 1960. Esta disolución de la
autoridad moral de la enseñanza de la Iglesia, necesariamente debió tener un
efecto en los distintos miembros de la Iglesia. En el contexto del encuentro de
los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo con el Papa
Francisco, el asunto de la vida sacerdotal, así como la de los seminarios, es
de particular interés, ya que tiene que ver con el problema de la preparación
en los seminarios para el ministerio sacerdotal. Hay de hecho una
descomposición de amplio alcance, en cuanto a la forma de preparación.
En varios seminarios se establecieron grupos homosexuales que actuaban
más o menos abiertamente, con lo que cambiaron significativamente el clima que
se vivía en ellos. En un seminario en el sur de Alemania, los candidatos al
sacerdocio y para el ministerio laico de especialistas pastorales
(Pastoralreferent) vivían juntos. En las comidas cotidianas, los seminaristas y
los especialistas pastorales estaban juntos. Los casados a veces estaban con
sus esposas e hijos; y en ocasiones con sus novias. El clima en este seminario
no proporcionaba el apoyo requerido para la preparación de la vocación
sacerdotal. La Santa Sede sabía de esos problemas, sin estar informada
precisamente. Como primer paso, se acordó una visita apostólica (N. del T.: investigación)
para los seminarios en Estados Unidos.
Como el criterio para la selección y designación de obispos también
había cambiado luego del Concilio Vaticano II, la relación de los obispos con
sus seminarios también era muy diferente. Por encima de todo se estableció la
“conciliaridad”, como un criterio para el nombramiento de nuevos obispos, que
podía entenderse de varias maneras.
De hecho, en muchos lugares se entendió que las actitudes conciliares
tenían que ver con tener una actitud crítica o negativa hacia la tradición
existente hasta entonces, y que debía ser reemplazada por una relación nueva y
radicalmente abierta con el mundo. Un obispo, que había sido antes rector de un
seminario, había hecho que los seminaristas vieran películas pornográficas, con
la intención de que estas los hicieran resistentes ante las conductas
contrarias a la fe.
Hubo –y no solo en los Estados Unidos de América– obispos que
individualmente rechazaron la tradición católica por completo y buscaron una
nueva y moderna “catolicidad” en sus diócesis. Tal vez valga la pena mencionar
que, en no pocos seminarios, a los estudiantes que los veían leyendo mis libros
se les consideraba no aptos para el sacerdocio. Mis libros fueron escondidos,
como si fueran mala literatura, y se leyeron solo bajo el escritorio.
La visita que se realizó no dio nuevas pistas, aparentemente porque
varios poderes unieron fuerzas para maquillar la verdadera situación. Una
segunda visita se ordenó y esa sí permitió tener datos nuevos, pero al final no
logró ningún resultado. Sin embargo, desde la década de 1970 la situación en
los seminarios ha mejorado en general. Y, sin embargo, solo aparecieron casos
aislados de un nuevo fortalecimiento de las vocaciones sacerdotales, ya que la
situación general había tomado otro rumbo.
(2) El asunto de la pedofilia, según recuerdo, no fue agudo sino hasta
la segunda mitad de la década de 1980. Mientras tanto, ya se había convertido
en un asunto público en Estados Unidos, tanto es así que los obispos fueron a
Roma a buscar ayuda ya que la ley canónica, como se escribió en el nuevo Código
(1983), no parecía suficiente para tomar las medidas necesarias. Al principio
Roma y los canonistas romanos tuvieron dificultades con estas preocupaciones ya
que, en su opinión, la suspensión temporal del ministerio sacerdotal tenía que
ser suficiente para generar purificación y clarificación. Esto no podía ser
aceptado por los obispos estadounidenses, porque de ese modo los sacerdotes
permanecían al servicio del obispo y así eran asociados directamente con él.
Lentamente fue tomando forma una renovación y profundización de la ley penal
del nuevo Código, que había sido construida adrede de manera holgada.
Además y sin embargo, había un problema fundamental en la percepción de
la ley penal. Solo el llamado garantismo (una especie de proteccionismo
procesal) era considerado como “conciliar”. Esto significa que se tenía que
garantizar, por encima de todo, los derechos del acusado hasta el punto de que
se excluyera del todo cualquier tipo de condena. Como contrapeso ante las
opciones de defensa, disponibles para los teólogos acusados y con frecuencia
inadecuadas, su derecho a la defensa usando el garantismo se extendió a tal
punto que las condenas eran casi imposibles.
Permítanme un breve excurso en este punto. A la luz de la escala de la
inconducta pedófila, una palabra de Jesús nuevamente salta a la palestra: “Y
cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le
fuera si le hubieran atado al cuello una piedra de molino de las que mueve un
asno, y lo hubieran echado al mar” (Mc 9,42).
La palabra “pequeños”, en el idioma de Jesús, significa los creyentes
comunes que pueden ver su fe confundida por la arrogancia intelectual de
aquellos que creen que son inteligentes. Entonces, aquí Jesús protege el
depósito de la fe con una amenaza o castigo enfático para quienes hacen daño.
El uso moderno de la frase no es en sí mismo equivocado, pero no debe
oscurecer el significado original. En él queda claro, contra cualquier garantismo,
que no solo el derecho del acusado es importante y requiere una garantía. Los
grandes bienes, como la fe, son
igualmente importantes.
Entonces, una ley canónica balanceada, que se corresponda con todo el
mensaje de Jesús, no solo tiene que proporcionar una garantía para el acusado,
para quien el respeto es un bien legal, sino que también tiene que proteger la
fe que también es un importante bien legal. Una ley canónica adecuadamente
formada tiene que contener entonces una doble garantía: la protección legal del
acusado y la protección legal del bien que está en juego. Si hoy se presenta
esta concepción inherentemente clara, generalmente se cae en hacer oídos sordos
cuando se llega al asunto de la protección de la fe como un bien legal. En la
conciencia general de la ley, la fe ya no parece tener el rango de bien que
requiere protección. Esta es una situación alarmante que los pastores de la
Iglesia tienen que considerar y tomar en serio.
Ahora me gustaría agregar, a las breves notas sobre la situación de la
formación sacerdotal en el tiempo en el que estalló la crisis, algunas
observaciones sobre el desarrollo de la ley canónica en este asunto.
En principio, la Congregación para el Clero es la responsable de lidiar
con crímenes cometidos por sacerdotes, pero dado que el garantismo dominó
largamente la situación en ese entonces, estuve de acuerdo con el Papa Juan
Pablo II en que era adecuado asignar estas ofensas a la Congregación para la
Doctrina de la Fe, bajo el título de "Delicta
maiora contra fidem".
Esto hizo posible imponer la pena máxima, es decir la expulsión del
estado clerical, que no se habría podido imponer bajo otras previsiones
legales. Esto no fue un truco para imponer la máxima pena, sino una
consecuencia de la importancia de la fe para la Iglesia. De hecho, es
importante ver que tal inconducta de los clérigos al final daña la fe.
Allí donde la fe ya no determina las acciones del hombre, es que tales
ofensas son posibles. La severidad del castigo, sin embargo, también presupone
una prueba clara de la ofensa: este aspecto del garantismo permanece en vigor.
En otras palabras, para imponer la máxima pena legalmente, se requiere
un proceso penal genuino, pero ambos, las diócesis y la Santa Sede, se ven
sobrepasados por tal requerimiento. Por ello formulamos un nivel mínimo de
procedimientos penales y dejamos abierta la posibilidad de que la misma Santa
Sede asuma el juicio allí donde la diócesis o la administración metropolitana
no pueden hacerlo. En cada caso, el juicio debe ser revisado por la
Congregación para la Doctrina de la Fe para garantizar los derechos del
acusado. Finalmente, en la feria cuarta (N. del T.: la asamblea de los miembros
de la Congregación) establecimos una instancia de apelación para proporcionar
la posibilidad de apelar.
Ya que todo esto superó en la realidad las capacidades de la
Congregación para la Doctrina de la Fe y ya que las demoras que surgieron
tenían que ser previstas dada la naturaleza de esta materia, el Papa Francisco
ha realizado reformas adicionales.
III. Propuestas de futuro.
(1.) ¿Qué se debe hacer? ¿Tal vez deberíamos crear otra Iglesia para que
las cosas funcionen? Bueno, ese experimento ya se ha realizado y ya ha
fracasado. Sólo la obediencia y el amor a nuestro Señor Jesucristo pueden indicarnos
el camino, así que primero tratemos de entender nuevamente y desde adentro (de
nosotros mismos) lo que el Señor quiere y ha querido con nosotros.
Primero, sugeriría lo siguiente: si realmente quisiéramos resumir muy
brevemente el contenido de la fe como está en la Biblia, tendríamos que hacerlo
diciendo que el Señor ha iniciado una narrativa de amor con nosotros y quiere
abarcar a toda la creación en ella. La forma de pelear contra el mal que nos
amenaza a nosotros y a todo el mundo, solo puede ser, al final, que entremos en
este amor. Es la verdadera fuerza contra el mal, ya que el poder del mal emerge
de nuestro rechazo a amar a Dios. Quien se confía al amor de Dios es redimido.
Nuestro ser no redimidos es una consecuencia de nuestra incapacidad de amar a
Dios. Aprender a amar a Dios es, por lo tanto, el camino de la redención
humana.
Tratemos de desarrollar un poco más este contenido esencial de la
revelación de Dios. Podemos entonces decir que el primer don fundamental que la
fe nos ofrece es la certeza de que Dios existe. Un mundo sin Dios solo puede
ser un mundo sin significado. De otro modo, ¿de dónde vendría todo? En
cualquier caso, no tiene propósito espiritual. De algún modo está simplemente
allí y no tiene objetivo ni sentido. Entonces no hay estándares del bien ni del
mal, y solo lo que es más fuerte que otra cosa puede afirmarse a sí mismo y el
poder se convierte en el único principio. La verdad no cuenta, en realidad no
existe. Solo si las cosas tienen una razón espiritual tienen una intención y
son concebidas. Solo si hay un Dios Creador que es bueno y que quiere el bien,
la vida del hombre puede entonces tener sentido.
Existe un Dios creador y la medida de todas las cosas es una necesidad
primera y primordial, pero un Dios que no se expresara para nada a sí mismo,
que no se hiciese conocido, permanecería como una presunción y podría entonces
no determinar la forma [Gestalt] de nuestra vida. Para que Dios sea realmente
Dios en esta creación deliberada, tenemos que mirarlo para que se exprese a sí
mismo de alguna forma. Lo ha hecho de muchas maneras, pero decisivamente lo
hizo en el llamado a Abraham y que le dio a la gente que buscaba a Dios la
orientación que lleva más allá de toda expectativa: Dios mismo se convierte en
criatura, habla como hombre con nosotros, los seres humanos.
En este sentido la frase “Dios es”, al final se convierte en un mensaje
verdaderamente gozoso, precisamente porque Él es más que entendimiento, porque
Él crea –y es– amor: para que una vez más la gente sea consciente de esta, la
primera y fundamental tarea confiada a nosotros por el Señor.
Una sociedad sin Dios –una sociedad que no lo conoce y que lo trata como
no existente– es una sociedad que pierde su medida. En nuestros días fue que se
acuñó la frase de la muerte de Dios. Cuando Dios muere en una sociedad, se nos
dijo, esta se hace libre. En realidad, la muerte de Dios en una sociedad
también significa el fin de la libertad, porque lo que muere es el propósito
que proporciona orientación, dado que desaparece la brújula que nos dirige en
la dirección correcta que nos enseña a distinguir el bien del mal. La sociedad
occidental es una sociedad en la que Dios está ausente en la esfera pública y
no tiene nada que ofrecerle. Y esa es la razón por la que es una sociedad en la
que la medida de la humanidad se pierde cada vez más. En asuntos individuales,
de pronto parece que lo que es malo y destruye al hombre se ha convertido en
una cuestión de rutina.
Ese es el caso con la pedofilia. Se teorizó solo hace un tiempo como
algo legítimo, pero se ha difundido más y más. Y ahora nos damos cuenta con
sorpresa, de que las cosas que les están pasando a nuestros niños y jóvenes
amenazan con destruirlos. El hecho de que esto también pueda extenderse en la
Iglesia y entre los sacerdotes es algo que nos debe inquietar de modo
particular.
¿Por qué la pedofilia llegó a tales proporciones? Al final de cuentas,
la razón es la ausencia de Dios. Nosotros, cristianos y sacerdotes, también
preferimos no hablar de Dios porque este discurso no parece ser práctico. Luego
de la convulsión de la Segunda Guerra Mundial, nosotros en Alemania todavía
teníamos expresamente en nuestra Constitución, que estábamos bajo
responsabilidad de Dios como un principio guía. Medio siglo después, ya no fue
posible incluir la responsabilidad para con Dios como un principio guía en la
Constitución europea. Dios es visto como la preocupación partidaria de un
pequeño grupo y ya no puede ser un principio guía para la comunidad como un
todo. Esta decisión se refleja en la situación de Occidente, donde Dios se ha
convertido en un asunto privado de una minoría.
Una tarea primordial, que tiene que resultar de las convulsiones morales
de nuestro tiempo, es que nuevamente comencemos a vivir por Dios y bajo Él. Por
encima de todo, nosotros tenemos que aprender una vez más a reconocer a Dios
como el fundamento de nuestra vida, en vez de dejarlo a un lado como si fuera
una frase ineficaz. Nunca olvidaré la advertencia del gran teólogo Hans Urs von
Balthasar, que una vez me escribió en una de sus postales: “¡No presuponga al
Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo: preséntelo!”.
De hecho, en la teología Dios siempre se da por sentado como un asunto
de rutina, pero en lo concreto uno no se relaciona con Él. El tema de Dios parece
tan irreal, tan expulsado de las cosas que nos preocupan y, sin embargo, todo
se convierte en algo distinto si no se presupone sino que se presenta a Dios.
No dejándolo atrás como un marco, sino reconociéndolo como el centro de
nuestros pensamientos, palabras y acciones.
(2) Dios se hizo hombre por nosotros. El hombre, Su criatura, es tan cercano a Su corazón, que
Él se ha unido a sí mismo con él y ha entrado así en la historia humana de una
forma muy práctica. Él habla con nosotros, vive con nosotros, sufre con
nosotros y asumió la muerte por nosotros. Hablamos sobre esto en detalle en la
teología, con palabras y pensamientos aprendidos, pero es precisamente de esta
forma que corremos el riesgo de convertirnos en maestros de fe en vez de ser
renovados y hechos maestros por la fe.
Consideremos esto con respecto al asunto central: la celebración de la
Santa Eucaristía. Nuestro manejo de la Eucaristía solo puede generar
preocupación. El Concilio Vaticano II se centró correctamente queriendo volver
este sacramento de la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo, de la
presencia de Su persona, de su Pasión, Muerte y Resurrección, al centro de la
vida cristiana y la misma existencia de la Iglesia. En parte esto realmente ha
ocurrido y deberíamos estar agradecidos al Señor por ello.
Y, sin embargo, prevalece una actitud muy distinta. Lo que predomina no
es una nueva reverencia por la presencia de la muerte y resurrección de Cristo,
sino una forma de lidiar con Él, que destruye la grandeza del Misterio. La caída
en la participación de las celebraciones eucarísticas dominicales, muestra lo
poco que los cristianos de hoy saben apreciar la grandeza del don de Su
Presencia real. La Eucaristía se ha convertido en un mero gesto ceremonial,
cuando se da por sentado que la cortesía requiere que sea ofrecido en
celebraciones familiares o en ocasiones como bodas y funerales a todos los
invitados, por razones familiares.
La forma en la que la gente simplemente recibe el Santísimo Sacramento
en la comunión, como algo rutinario, muestra que muchos lo ven como un gesto
puramente ceremonial. Por lo tanto, cuando se piensa en la acción que se
requiere primero y primordialmente, es bastante obvio que no necesitamos otra
Iglesia con nuestro propio diseño. En vez de ello se requiere, primero que
nada, la renovación de la fe en la realidad de que Jesucristo se nos es dado en
el Santísimo Sacramento.
En conversaciones con víctimas de pedofilia, me hicieron muy consciente
de este requisito primero y fundamental. Una joven que había sido acólito me
dijo que el capellán, su superior en el servicio del altar, siempre la
introducía al abuso sexual que él cometía con estas palabras: “Este es mi
cuerpo que será entregado por ti”.
Es obvio que esta mujer ya no puede escuchar las palabras de la
consagración, sin experimentar nuevamente la terrible angustia de los abusos.
Sí, tenemos que implorar urgentemente al Señor por su perdón, pero antes que
nada tenemos que jurar por Él y pedirle que nos enseñe nuevamente a entender la
grandeza de Su sufrimiento y Su sacrificio. Y tenemos que hacer todo lo que
podamos para proteger del abuso el don de la Santísima Eucaristía.
(3) Y, finalmente, está el Misterio de la Iglesia. La frase con la que
Romano Guardini, hace casi 100 años, expresó la esperanza gozosa que había en
él y en muchos otros, permanece inolvidable: “Un evento de importancia incalculable ha comenzado, la Iglesia está
despertando en las almas”.
Se refería a que la Iglesia ya no era experimentada o percibida
simplemente como un sistema externo que entraba en nuestras vidas, como una
especie de autoridad, sino que había comenzado a ser percibida como algo
presente en el corazón de la gente, como algo no meramente externo sino que nos
movía interiormente. Casi 50 años después, al reconsiderar este proceso y
viendo lo que ha estado pasando, me siento tentado a revertir la frase: “La
Iglesia está muriendo en las almas”.
De hecho, hoy la Iglesia es vista ampliamente solo como una especie de
aparato político. Se habla de ella casi exclusivamente en categorías políticas
y esto se aplica incluso a obispos, que formulan su concepción de la Iglesia
del mañana casi exclusivamente en términos políticos. La crisis, causada por
los muchos casos de abusos de clérigos, nos hace mirar a la Iglesia como algo
casi inaceptable que tenemos que tomar en nuestras manos y rediseñar. Pero una
Iglesia que se hace a sí misma no puede constituir esperanza.
Jesús mismo comparó la Iglesia a una red de pesca, en la que Dios mismo
separa los buenos peces de los malos. También hay una parábola de la Iglesia
como un campo en el que el buen grano que Dios mismo sembró crece junto a la
mala hierba que “un enemigo” secretamente echó en él. De hecho, las malas
hierbas en el campo de Dios, la Iglesia, son ahora excesivamente visibles y los
peces malos en la red también muestran su fortaleza. Sin embargo, el campo es
aún el campo de Dios y la red es la red de Dios. Y en todos los tiempos no solo
ha habido mala hierba o peces malos, sino también las simientes de Dios y los
buenos peces. Proclamar ambos con énfasis y de la misma forma no es una manera
falsa de apologética, sino un necesario servicio a la Verdad.
En este contexto es necesario referirnos a un importante texto en la
Revelación a Juan. El demonio es identificado como el acusador que acusa a
nuestros hermanos ante Dios día y noche. (Ap 12, 10). El Apocalipsis toma entonces
un pensamiento que está en el centro del libro de Job (Job 1 y 2, 10; 42:7-16).
Allí se dice que el demonio buscaba mostrar que lo correcto, en la vida de Job,
ante Dios era algo meramente externo. Y eso es exactamente lo que el
Apocalipsis tiene que decir: el demonio quiere probar que no hay gente
correcta, que su corrección solo se muestra en lo externo. Si uno pudiera
acercarse, entonces la apariencia de justicia se caería rápidamente.
La narración comienza con una disputa entre Dios y el demonio, en la que
Dios se ha referido a Job como un hombre verdaderamente justo. Ahora va a ser
usado como un ejemplo para probar quién tiene razón. El demonio pide que se le
quiten todas sus posesiones para ver que nada queda de su piedad. Dios le permite
que lo haga, tras lo cual Job actúa positivamente. Luego el demonio presiona y
dice: “¡Piel por piel! Sí, el hombre dará por su vida todo lo que tiene. Sin
embargo, extiende ahora tu mano y toca su hueso y su carne, verás si no te
maldice en tu misma cara". (Job 2,4f ).
Entonces Dios le otorga al demonio un segundo turno. También toca la
piel de Job y solo le está negado matarlo. Para los cristianos es claro que este
Job, que está de pie ante Dios como ejemplo para toda la humanidad, es
Jesucristo. En el Apocalipsis el drama de la humanidad nos es presentado en
toda su amplitud.
El Dios Creador es confrontado con el demonio, que habla a toda la
humanidad y a toda la creación. Le habla no solo a Dios, sino y sobre todo a la
gente: miren lo que este Dios ha hecho. Supuestamente una buena creación. En
realidad está llena de miseria y disgustos. El desaliento de la creación es en
realidad el menosprecio de Dios. Quiere probar que Dios mismo no es bueno y
alejarnos de Él.
La oportunidad en la que el Apocalipsis está hablando aquí es obvia.
Hoy, la acusación contra Dios es sobre todo menosprecio de Su Iglesia, como
algo malo en su totalidad y por lo tanto nos disuade de ella. La idea de una
Iglesia mejor, hecha por nosotros mismos, es de hecho una propuesta del
demonio, con la que nos quiere alejar del Dios viviente usando una lógica
mentirosa en la que fácilmente podemos caer. No, incluso hoy la Iglesia no está
hecha solo de malos peces y mala hierba. La Iglesia de Dios también existe hoy,
y hoy es ese mismo instrumento a través del cual Dios nos salva.
Es muy importante oponerse con toda la verdad a las mentiras y las
medias verdades del demonio: sí, hay pecado y mal en la Iglesia, pero incluso
hoy existe la Santa Iglesia, que es indestructible. Además, hoy hay mucha gente
que humildemente cree, sufre y ama, en quien el Dios verdadero, el Dios
amoroso, se muestra a Sí mismo a nosotros. Dios también tiene hoy Sus testigos
("martyres") en el mundo. Nosotros solo tenemos que estar vigilantes
para verlos y escucharlos.
La palabra mártir está tomada de la ley procesal. En el juicio contra el
demonio, Jesucristo es el primer y verdadero testigo de Dios, el primer mártir,
que desde entonces ha sido seguido por incontables otros.
El hoy de la Iglesia es más que nunca una Iglesia de mártires y por ello
un testimonio del Dios viviente. Si miramos a nuestro alrededor y escuchamos
con un corazón atento, podremos hoy encontrar testigos en todos lados,
especialmente entre la gente ordinaria, pero también en los altos rangos de la
Iglesia, que se alzan por Dios con sus vidas y su sufrimiento. Es una inercia
del corazón lo que nos lleva a no desear reconocerlos. Una de las grandes y
esenciales tareas de nuestra evangelización es, hasta donde podamos, establecer
hábitats de fe y, por encima de todo, encontrarlos y reconocerlos.
Vivo en una casa, en una pequeña comunidad de personas que descubren
tales testimonios del Dios viviente una y otra vez en la vida diaria, y que
alegremente me comentan esto. Ver y encontrar a la Iglesia viviente es una
tarea maravillosa que nos fortalece y que, una y otra vez, nos hace alegres en
nuestra fe.
Al final de mis reflexiones me gustaría agradecer al Papa Francisco por
todo lo que hace para mostrarnos siempre la luz de Dios que no ha desaparecido,
incluso hoy. ¡Gracias Santo Padre!
Benedicto XVI
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