En todo el
mundo donde se ha anunciado a Jesucristo resucitado, se ha levantado la cruz.
Las personas la llevan sobre su cuerpo. Las Iglesias ven coronadas sus torres y
cúpulas con la cruz. En las casas, en las ciudades y los caminos ve la cruz.
La Pascua, la
Resurrección de Jesucristo, es la gloria de la cruz, de Cristo crucificado.
En esta Pascua
quiero invitar a todos a contemplar la Santa Cruz.
De algún modo
estamos acostumbrados a ver la cruz, como parte del paisaje. Los invito a
mirarla con ojos nuevos, con ojos de pascua, para redescubrirla y
redescubrirnos en ella.
Pensemos que la
cultura del mundo en que vivimos ha sido construida bajo la iluminación de la
cruz.
Es verdad
también que ha habido quienes han luchado por quitarla, por borrarla, por
impedir su presencia. Sin embargo hemos de estar agradecidos a la cruz.
La cruz
simboliza que la vida vence a la muerte, porque la muerte de Cristo ha vencido
a la muerte. La Iglesia canta: cruz en que la vida
padeció la muerte y con su muerte nos dio vida.
Así
la cruz nos anuncia el perdón de los pecados y la victoria sobre la muerte, la
vida eterna, donada gracias a la entrega de Cristo en la cruz.
Por eso, la
cruz es siempre el anuncio principal de
la existencia. Se nos ofrece hoy como la salvación y la victoria sobre el
verdadero mal del ser humano, el mal profundo de la sociedad, esto es, el
pecado y la muerte, que como un pulpo abraza nuestra vida.
Quitar la cruz de la sociedad, de la cultura, ocultar
su presencia, ha provocado la desesperanza ante el pecado y ante la muerte. No
se habla de pecado y no se habla de muerte. Se juzgan conductas, se condena, o
se justifica.
Se pasa rápido
sobre la muerte que resulta incómoda o se busca como forma de quitar el dolor y
los problemas, desde al aborto a la eutanasia. La muerte como solución de la
vida.
Todo ello por la
falta de la luz de la cruz, una falta que produce desesperanza. Y la
desesperanza, aún oculta, trabaja en los corazones, en la psicología, en las
profundidades del alma. Produce frutos amargos, impide levantarse y buscar la
verdad y la virtud. Nuestra sociedad está enferma de desesperanza.
La esperanza la
da la cruz, no las falsas ilusiones, las utopías o las supersticiones.
La cruz nos plantea una lógica diferente, una luz
distinta para comprender la vida. Dios se ha humillado, Dios ha entregado muriendo
en la carne. Dios nos reconcilia consigo llevando nuestro pecado, nuestro
dolor, nuestra muerte, nuestra vaciedad.
La cruz nos
invita a la esperanza y por ello a la humildad de reconocer, de confesar el
pecado, de aceptar que necesitamos ser salvados y de abrirnos confiados a la
gracia de Dios.
Proclamar la
cruz victoriosa es anunciar el perdón de Dios, y los actos que provienen de la
cruz, los sacramentos de la gracia: el bautismo, la confesión para el perdón de
los pecados, el sentido de una vida llamada, aún a través del dolor, a la vida
eterna.
La cruz nos
plantea también una lógica superior de nuestra
existencia humana.
La lógica de la
justicia es verdadera: debemos cumplir con la justicia o seremos rechazados y
condenados.
En la sociedad
tiene su valor reivindicar derechos – cuando son verdaderos – y castigar a
quien no los respeta. De otra forma caeríamos en la opresión o en la anarquía.
Pero, por otra
parte, ya los antiguos decían: lo máximo
del derecho es lo máximo de la injusticia. ¿Por qué? Porque todo no puede
estar envuelto en derechos. La reivindicación de todos los derechos termina
siendo la imposición de unos sobre otros o la destrucción de unos y otros. Además
la justicia humana no puede reparar la falta, recomponer la comunión, provocar
el perdón, sanar el alma.
En cambio, la
lógica de la cruz transforma las relaciones. En las familias, en las
sociedades, se necesita la cruz transformadora, por el perdón, la
reconciliación, la entrega gratuita por los demás, la amnistía, el amor
incondicional.
Sin dejar de
haber justicia, la cruz es superior a la justicia: es la gracia.
La cruz
reconoce el deber de justicia, pero invoca un amor superior a ella.
Por eso la cruz
lleva hasta amar al enemigo, a perdonar al injusto, a esperar contra toda
esperanza.
La cruz ha
suscitado los inmensos dinamismos de
amor eficaz a lo largo de la
cultura de la humanidad en realidades que el ocultamiento de la cruz nos impide
reconocer. Es la cruz la que inventó los hospitales, la enseñanza pública
gratuita y muchísimos servicios al prójimo.
Hace poco leía
la reivindicación del aporte de la mujer inmigrante en nuestro país. Muy rico y
digno de tener en cuenta en muchos aspectos.
Sin embargo, no se recordaban a muchas mujeres
inmigrantes, no por necesidad, ni por mejorar sus vidas, sino por el amor que brota
de la cruz de Jesús.
Centenares y
miles de religiosas vinieron para derramar vida movidas por la caridad
operante. Fueron las primeras en cuidar a los enfermos en el Hospital de la
Caridad y en los demás hospitales, en atender a los heridos de guerra, en
cuidar de los enfermos mentales. Ellas vinieron a nuestro país por amor y en
los asilos se ocuparon de los huérfanos, de los abandonados, de los más pobres.
Innumerables
por todos los rincones del país se dedicaron a enseñar tanto a leer y escribir,
como ha diferentes habilidades y trabajos.
La cruz del
Corazón de Cristo en las familias sostuvo la generosidad, movió al perdón, a la
entrega, a la fidelidad más allá de las fallas humanas, cuidó a los débiles, a
los enfermos, a los moribundos. La cruz ayudó a asumir la vida, aun cuando no
fuera esperada, la que salvó a tantos de la tentación del aborto, la que hizo
amar aún en situaciones difíciles.
Por encima de
la verdad de la razón, del orden de la necesaria y pobre justicia humana,
brilla la luz del orden que hace nuevas todas las cosas: la santa cruz.
Como dice el
lema de los cartujos, hombres del silencio y la sabiduría: la Cruz está
erguida, mientras el orbe da vueltas.
Que la Pascua
traiga a cada bautizado y a cada hombre de nuestra tierra, a la sociedad toda,
una mirada hacia la Cruz. Que nos dejemos iluminar y guiar por ella.
Santas y
felices Pascuas de Resurrección
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