Las noticias
dicen que están agotadas todas las posibilidades de viajes y destinos en
la Semana Santa 2017. ¡Todos se van!
¡Todos viajan! Algunos tienen miedo de quedarse solos, y también viajan.
Hay viajes y
viajes. La mayoría de estos viajes son distractivos. Para pasarla bien, para
cambiar de ambiente. No es malo. Eso sí,
es turismo, no es ‘el’ viaje.
Porque hay un
viaje, que es el de la persona, el de la vida ¿de dónde? ¿hacia dónde? ¿cómo?
¿con qué medios? Un viaje que es el mismo sentido de la vida.
Abriendo un
diccionario de símbolos (Dict. de symboles, J. Chevalier, voyage), leemos: “el simbolismo del viaje, particularmente rico, sin embargo se resume en
la búsqueda de la verdad, de la paz, de la inmortalidad, en la prosecución y el
descubrimiento de un centro espiritual”. De eso están precisamente ausentes
los viajes de turismo de la Semana Santa.
Sin embargo,
la Semana Santa es, en primer lugar,
la celebración de ‘el’ viaje de Jesús. Él subía a Jerusalén para ser
transformado. Él endureció el rostro, afirmándose en su decisión de subir a
Jerusalén (cf Lc 9,51), para su éxodo – su camino de salida – (cf Lc 9, 31).
Jesús es
plenamente consciente de que su muerte, resurrección y ascensión es la
culminación de su viaje por este mundo. Él sabe que salió del Padre y vuelve al
Padre, y que su pascua es la hora de pasar de este mundo al Padre (cf Jn
13, 1-3).
Este paso de
Jesús, es ofrecido en gracia para quien crea en él. “Cuando yo sea levantado en
lo alto, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), de manera que todo el que crea
tenga por él vida eterna (cf Jn 3,15).
El cristiano
no sigue unas ideas, sino a Jesús, y seguirlo es dejar que Él lo haga
participar de su viaje, de su pascua, de su pasaje, de su cruz y su glorificación.
Este viaje del
cristiano comienza con la fe en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto,
resucitado y resucitado. Esta fe es reconocer que el viaje de la propia vida es participar del
viaje de Jesús, que Él me involucra en su paso, y mi viaje es en Él, por Él y
hacia Él.
Esta fe es la
gracia del anuncio del Evangelio y de la acción de Cristo, por el Espíritu
Santo, en los sacramentos. Ser bautizado, es dejarse unir a la muerte y
resurrección de Jesús. Por un lado, esto acontece de una vez para siempre: en
el acto del bautismo. Por otra
parte, hay que realizar el viaje del bautizado, de la vida de fe, de la vida
sacramental, de la vida de subir con Cristo a la cruz y morir con él, para con
él resucitar.
Jesús, en su
Pascua, lleva a plenitud el viaje que había hecho Israel, conducido por Moisés, según la elección de Dios: de la
esclavitud a la libertad, pasando por el Mar Rojo y caminando por el desierto,
probado y sostenido por la oración, hasta llegar a la tierra de promisión.
La plenitud
del viaje del pueblo de Dios, unido a Jesús, es el viaje de la Iglesia y en ella el de cada cristiano.
Entonces, el viaje de la Semana Santa, es la entrega anual a viajar con Cristo
en la Iglesia, a pasar con él de este mundo al Padre, a alcanzar la verdad del
llamado de Dios, la paz del encuentro con el Padre, la inmortalidad que vence
al pecado, la muerte y la muerte eterna, el descubrimiento del centro
espiritual, no en sí mismo, sino en Jesús.
Esa es el don
del viaje de la Semana Santa, que sólo es posible en el seno de la Iglesia, en
la celebración de los misterios, en la escucha de la Palabra de Dios. Exige lo
que el mundo, que hace viajes de distracción y huida, no puede aceptar: el
silencio, el encuentro con el centro real que es Jesucristo, la oración. Es
vivido en comunidad – en la Iglesia – y al mismo tiempo cada uno debe caminar
en su soledad, enfrentando con humildad su pecado, su necesidad de gracia, su
obediencia al designio amoroso del Padre.
Que el Señor
te regale el billete de la Semana Santa con Cristo y te dé la gracia de no desoírlo,
sino viajar con Él en la Iglesia, y así se realice en ti el misterio, la
realidad del viaje, del paso, de la Pascua.
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