El jueves 13 de octubre se celebró el Bicentenario de la Iglesia Catedral Nuestra Señora de Guadalupe de Canelones.
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* se cantó un solemne Te Deum presidido por Mons. Alberto Sanguinetti
* el Prof. Ágapo Palomeque pronunció una evocación histórica
* El Coro de la Escuela Nacional de Arte Lírico dio un espléndido concierto con el Locus iste de Bruckner, el Ave Maria de Javier Busto y el Regina coeli de Mozart.
La directora de la escuela es la Sra. Raquel Pierotti y el director del coro el Mtro. Juan Asuaga
Fue una fiesta extraordinaria, de valor histórico, cultural y católico. Asistió el Sr. Cardenal Arzobispo de Montevideo, Mons. Daniel Sturla, autoridades civiles y militares y una numerosa asamblea.
Homilía en el Tedeum del 13 de octubre de 2016
Santa Iglesia Catedral Nuestra Señora de Guadalupe
Sea alabado
Jesucristo r./. sea por siempre bendito
y alabado.
Queridos
hermanos y amigos. Nos reunimos hoy para recoger con gratitud el legado
generoso del esfuerzo de nuestros mayores.
I) El Pbro. Xavier Tomás de Gomensoro era
hombre patriota, a la altura de las circunstancias. En 1810, como Cura Párroco
de Santo Domingo de Soriano escribió el acta de defunción del antiguo régimen
colonial. Y en el acta de aquel lejano 13 de octubre de 1816 puso: año séptimo
de la libertad de las Provincias Unidas del Rio de la Plata y segundo de la absoluta
independencia de esta Oriental.
En medio de las
guerras interprovinciales, comenzada la segunda invasión portuguesa, la
intención del P. Gomensoro y los fieles guadalupenses, es secundada por el
Cabildo Gobernador de Montevideo, representado por D. Joaquín Suárez y con la
aquiescencia de José Artigas, Jefe de los Orientales, que ordena que – a pesar
de la urgencias bélicas – los diezmos sean adjudicados a la construcción de
esta iglesia.
Por supuesto
también seguía la vida ordinaria. Para compartir emociones puedo evocar que mi
tatarabuelo materno tenía 6 años, y el niño correteaba por estos pagos de Villa
Ntra. Señora de Guadalupe.
Sin falsas oposiciones, aquellos hombres de
la patria vieja, sostenían una visión
completa de la existencia, una fe católica formada, que reconocía a Dios,
principio y fin de todo lo creado y a Jesucristo Salvador y Señor de la Historia.
Por lo mismo el hombre y la sociedad entregados al trabajo y la lucha de esta
vida terrena, estaban abiertos a que todas las cosas tuviesen a Cristo como
cabeza, tanto las del cielo como las de la tierra. Por eso, en medio de grandes
trabajos políticos y militares, se entregaban a la construcción de esta
iglesia.
II) Ahora bien, aunque parezca una
realidad tan obvia, es bueno que nos preguntemos ¿Qué es una iglesia? ¿Por qué los
cristianos edifican iglesias?
Los paganos, según
imaginaban a sus dioses, hacían sus templos como una casa para poner la estatua
de su divinidad, para que viniera a habitar allí.
Israel tenía
conciencia de que el Dios verdadero, el Señor y Creador, no es abarcable ni en
el cielo ni en la tierra (2 Cr. 6,18). Por eso el templo de Jerusalén era signo
de su presencia, fundada en el acto libre con que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob había hecho alianza
con su pueblo y se había comprometido a escuchar sus clamores y a ser su
garante.
La plenitud y
novedad viene con Jesucristo. En él
habita corporalmente la divinidad, él es el Hijo eterno de Dios que asume la
carne de María Virgen: “el Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”
(Jn.1, 14). Él es el templo verdadero, por su encarnación, y es llevado a
perfección por su muerte y glorificación (cf. Jn.2, 19-23).
Siguiendo el
misterio de su encarnación, Jesús ha unido consigo a su Iglesia, que es su cuerpo y Esposa, constituyéndola templo del
Espíritu, a donde viene a habitar con el Padre. La comunidad de los bautizados,
la Iglesia, cuya cabeza y pastor es Cristo es el templo de Dios vivo.
Por eso, como
escuchamos por boca del apóstol, los incorporados a Cristo por la fe y el
bautismo, somos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas,
siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada
se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros
estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu”. (cf.
Ef. 2,20-22).
III) Del misterio de la Iglesia de Cristo, participa
la casa de la iglesia, esta iglesia,
de cuya piedra fundamental hoy celebramos el bicentenario. La casa de la
iglesia es expresión y extensión de la Iglesia Santa, “humana y divina,
visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la
contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina y todo esto de suerte que en ella lo
humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la
acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC
1).
El mismo
edificio, no sólo un espacio útil para la celebración de los divinos misterios, sino que es también fruto de ellos
– especialmente de la Santa Misa – tiene una
realidad sacramental. Más aún, incluso cuando no se está celebrando, la
casa de la Iglesia anuncia a la Iglesia viva y su misterio de gracia, su
santidad y su esperanza de vida eterna y la hace visible y presente entre las
casas de los hombres.
La iglesia es un
espacio dinámico, que atrae el movimiento del pueblo hacia el Padre, por la medición
de Cristo y con y por su cuerpo que es la Iglesia, por la acción del Santo
Espíritu.
Desde el exterior con su movimiento hacia lo alto
y sus puertas abiertas, recuerda a todos su vocación hacia la comunión con Dios
y la vida celestial. Llama a todos acercarse al Dios de la misericordia y de la
vida. “Nos hiciste, Señor, para ti y está inquieto nuestro corazón hasta que
descanse en ti” (S. Agustín, Conf.1, 1).
Para
entrar en la casa de la iglesia somos invitados a ascender para elevarnos hacia Dios, para entrar por la puerta de la misericordia. Entonces se
franquea el umbral, símbolo del paso desde el mundo herido por el pecado al
mundo de la vida nueva al que todos los hombres son llamados y a la que
accedemos por el bautismo (cf. CatIC.1186).
La iglesia
visible simboliza la casa paterna
hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha y donde el Padre "enjugará
toda lágrima de sus ojos" (Ap. 21,4). Por eso también la
Iglesia es la casa de todos los
hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora.
Aquí –como lo
oímos en el Evangelio – Jesús nos dice “vengan a mí todos los que están
fatigados y agobiados y yo los aliviaré” (Mt.11, 28). Esta casa es lugar de consuelo, de misericordia y de perdón.
En ella somos acompañados desde el nacimiento hasta la muerte, en la esperanza
del perdón y la vida eterna.
En
la nave somos congregados como un
único pueblo santo de Dios. El ambón
es el trono desde el cual es proclamada la Palabra de Dios con la fuerza del
Espíritu Santo. La cátedra significa
la presencia del ministerio del obispo, que predica y garantiza la fe católica
y apostólica.
El altar es el axis mundi, el eje del mundo, de la humanidad, en el espacio y en
el tiempo, es Cristo, ayer, hoy y siempre, principio y fin, alfa y omega, por
quien todo ha sido creado y que sostiene todo por su palabra poderosa. Ante el
altar se
ora y se ofrece el Sacrificio de Cristo muerto y glorificado, en la espera de
su venida. Esta es la fuente y culmen de toda la existencia de la Iglesia
peregrina, anticipo de la eternidad.
De este supremo
amor de Cristo, en el memorial de su pasión, surge toda la vida y la energía de
perdón, de caridad, de obras de misericordia corporales y espirituales, con que
los cristianos somos llamados a vivir fecundamente
en el mundo, haciendo presente la misericordia del Padre. La inconfundible
siempre perenne novedad que Cristo da al mundo por sus santos brota de la
fuente del altar. Pensemos sólo en san Juan XXIII, Santa Teresa de Calcuta y en
el Venerable Jacinto Vera.
El
reinado de Cristo está en el mundo pero no proviene de él. Por eso, el
dinamismo del edificio de la iglesia
expresa y realiza el del Pueblo de Dios: todo proviene del Padre por Cristo en
el Espíritu y a él nos conduce. Así el ábside
de la iglesia, representa el mundo celestial,
que se hace presente aquí en los santos misterios, por la mediación de Cristo
glorioso, y nos conduce hacia el Padre.
En una sociedad
pluralista, la casa de la iglesia, con su presencia en medio de un pueblo, en
su territorio y su historia, sigue proclamando la gracia de la fe en Cristo, su
acción salvífica en la Iglesia por la oración y los sacramentos. Continúa así
mostrándole a cada ser humano y a toda la sociedad un humanismo total, donde se
confiesa el pecado y la gracia, se piensa con la razón y la fe, que reconoce al
Creador en todo el universo y tiene como
vocación la vida eterna.
Acabamos de oír
la confesión de Jesús: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a los
pequeños” (Mt.11, 25-26). Él nos enseñó a pedir el don de la alabanza: “santificado sea tu nombre” (Mt.6, 9; Lc.11, 2).
La finalidad
superior del hombre y de la sociedad, en privado y en público, donde alcanza su
última medida y llega a la estatura plena de verdad y libertad, es la alabanza
de Dios y el culto del Padre.
Era más sabia y
sana una comunidad de campesinos analfabetos de hace siglos que se arrodillaban
para adorar a Dios y cantar sus alabanzas, que multitudes de instruidos, cuya
vida no alcanza la madurez del culto al Dios vivo.
La oración y la
adoración son una realidad personal y social y, en algún sentido, también
política, porque hace al sentido de las sociedades y de los pueblos, como lo
comprendían los mayores que hoy recordamos hacia doscientos años y, en medio de
las batallas, construían iglesias.
Esta dimensión y
realidad de alabanza y adoración hace entender la magnificencia, la expansión
de todas las artes en la casa de la
iglesia. No puede comprenderse con categorías de utilidad o costos, sino como
acto de amor, gratuidad y culto. La iglesia de piedra llevándonos a reconocer
el don de Dios en la creación y la historia, la redención y la vida eterna, es
también acto de elevación, de adoración al Padre en Espíritu y verdad, que como
se expresa en el amor al prójimo también se expresa en el arte.
Como lo
escucharemos cantar dentro de un rato, referido al edificio de la iglesia: “Locus iste a Deo factus est, inaestimabile sacramentum, irreprehensibilis
est.
Este lugar es obra de Dios, misterio
inestimable y libre de todo defecto (del gradual de la Misa de dedicación).
“A Aquel que
tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que
podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria
en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de
los siglos. Amén” (Ef. 3,20-21).
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