Una esperanza más allá de la desesperanza. Juan Pablo II.

Comienzo con una anécdota de hace casi 25 años. El día en que llegaba Juan Pablo II por primera vez al Uruguay se desató un terrible aguacero. A los sacerdotes nos hicieron hacer fila bajo la lluvia en la calle Sarandí, para entrar a la Catedral y allí encerrados esperar el encuentro con el Papa. Yo me sentía desasosegado y hasta desesperanzado. Tanto esfuerzo prepara esta visita, tanto afirmar ante muchos escépticos que en el Uruguay sería bien recibido y que despertaría la fe de mucha gente, tanta ilusión y todo parecía naufragar en un día inhóspito, en el que parecería que la visita sería un fracaso.

Así mis pensamientos, durante las horas en que, dentro de la Catedral, no sabíamos qué pasaba en la calle. Sin embargo, la realidad era otra: bajo la lluvia torrencial y a pesar del fuerte viento, la población se había volcado a la calles, especialmente sobre la rambla, para recibir a Juan Pablo II. En lugar de un fracaso, la fuerza del tiempo, hizo que el encuentro entre el pueblo y el Papa fuera más notable: no era cantando bajo la lluvia, sino encontrándose bajo la lluvia, en una búsqueda aún más intensa.

Para coronar la experiencia, en la madrugada del día siguiente el viento fue llevándose las nubes, el cielo apareció y para la Misa en la inmensa explanada de Tres Cruces el sol brillaba. Una multitud, probablemente la mayor en la historia de la ciudad, colmó el espacio y el encuentro entre Juan Pablo II y el pueblo uruguayo fue intenso, largo, profundo, guiado por el Papa, que dialogó con cada uno y con todos al mismo tiempo.

En medio de tan largo diálogo el pueblo clamó: ¡que vuelva, que vuelva! Y el Papa contestó: ¡esperemos! Y al final completó: esperamos. Así fue un encuentro que no sólo llenó las expectativas, sino que también abrió a la espera y la esperanza.

Fue éste un constante regalo del Papa Juan Pablo II: la esperanza. La esperanza no como un optimismo vacío, sino como una confianza en las posibilidades que lleva a hacer propuestas, a abrir puertas, a poner en movimiento energías capaces de crear, a buscar aquello que se espera.

Por esa esperanza, Juan Pablo II, fue un hombre capaz de enfrentar situaciones aparentemente cerradas, como eran los totalitarismos marxistas, bajo la égida de la Unión Soviética. Con esperanza y tenacidad sostuvo esperanzas y movimientos cuyo final era incierto, que la mayor parte no preveía.

De la misma forma abrió canales para la relación con los judíos, comenzando por ir a la Sinagoga de Roma y su continua atención a las comunidades judías en todos sus viajes. Tales gestos y acciones era producto de su convicción de respeto y amor al pueblo judío. Pero no deben tomarse sólo como algo ideológico o táctico, sino que él lo vivía con toda su persona. Porque ya de joven tenía amistades judías, y había defendido a judíos y sus derechos.

En el centro de éstas y otras muchas acciones del Papa Wojtyla estaba su amor y respeto por el hombre, por cada hombre concreto y por todos los hombres y todos los pueblos.

Desde el fondo de sí mismo, Juan Pablo II era movido por su fe en Jesucristo, por eso su invitación a todos, su clamor: ¡abran las puertas a Cristo! No tengan temor. Así pasó por el mundo suscitando esperanza y poniendo en movimiento a tantas personas en la confianza de poder alcanzar una realidad mejor.

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